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martes, 5 de marzo de 2024

Nos quieren muertos

(este artículo se publicó originalmente en el periódico 20 Minutos el día 4 de marzo de 2024)

Bastó unos sorbos de té para producirle un coma mortal. Era el año 2020 y Aleksei Navalny ya era el principal opositor al régimen de Putin. Ingresado de urgencia en un hospital de Siberia comienzan las especulaciones a la vez que el mundo teme por su vida. Los médicos rusos descartan el envenamiento y al mismo tiempo Alemania flota un avión medicalizado que le traslada a Berlín. Un laboratorio germano confirma la intoxicación con un compuesto químico aunque semanas después el activista ruso, gracias a los cuidados recibidos en esta parte del mundo, logra recuperarse. 


2014, un joven reunido con la cúpula de su partido, salva la vida gracias a un casco de moto que le oculta la identidad ante la policía política bolivariana que le viene a detener. No corrieron la misma suerte varios de los simpatizantes de Voluntad Popular que fueron asesinados a sangre fría unas horas antes. Leopoldo López pasa a la clandestinidad mientras se convierte en la presa a cazar por la autoridades venezolanas y comienza un sufrimiento infinito de su familia, hoy a salvo en Madrid.


Ambos políticos, con órdenes de búsqueda y captura por gobiernos acusados de violar sistemáticamente los derechos humanos, deciden -inopinadamente para el comun de los mortales- entregarse para defender su inocencia. Con nada que esconder y mucho que temer, Aleksei y Leopoldo, se presentan ante la policía para ser detenidos. Rápidamente se organizan juicios farsa donde son condenados a años de cárcel y enviados a las peores prisiones del planeta. Una sentencia de muerte planificada.


Yulia y Lilian, casadas con ellos pero también con sus causas, como en su día lo hizo Ofelia, repiten a sus maridos y todos sus compañeros de fatigas que tengan cuidado porque "nos quieren muertos". Ofelia es la viuda del opositor cubano Oswaldo Payá y lo recuerda estos días en el que se han celebrado las exequias por Navalny tras aparecer muerto en extrañas circunstancias en un siniestro penal de los Urales. Una mañana de julio de 2012 se despidió en La Habana de su marido con un beso y no le volvió a ver. Un accidente de coche inducido le llevó a la muerte en una inhóspita carretera cubana. Payá amenazaba la omertá de la isla caribeña, una ley de silencio que oculta el hambre y los asesinatos.


Los dictadores de Cuba y Rusia debilitaron con sus muertes la oposición y la defensa de las libertades. Leopoldo pasó más de cuatro largos años encerrado y torturado -explicados magistralmente en el libro de Javier Moro que está semana tuve el honor de presentar-. Sin embargo su causa sigue viva. Maria Corina Machado en su país, también condenada, y otros intrépidos han cogido el testigo en Nicaragua, Irán, Ruanda, Azerbaiyán y también en Rusia. Les quieren muertos como a la democracia, como a la justicia, como a las libertades.


Acabamos de enterrar a Navalny y las imágenes de esos valientes haciendo cola en la iglesia moscovita golpean en nuestra conciencia, mientras vemos las noticias en el calor de nuestro hogar y nuestra democracia. Esos rusos esperando -muertos de miedo- en la fila de la Iglesia nos emplazan a que la libertad siempre gana cuando hay quien la defienda.


Iñaki Ortega es doctor en economía en UNIR y LLYC

sábado, 3 de diciembre de 2022

Pan y circo

(este artículo se publicó originalmente en el periódico 20 Minutos el día 28 de noviembre de 2022)

La semana pasada han sido aprobados por amplia mayoría los Presupuestos Generales del Estado y al mismo tiempo ha comenzado el Mundial de Futbol de Catar. La política y el balompié han opacado cualquier otro asunto. Unos presupuestos repletos de ayudas, subsidios, subvenciones y privilegios para funcionarios, jubilados, desempleados y otros colectivos “vulnerables” que suponen cerca de diez millones de españoles.  Y la televisión pública, la misma que en verano estuvo una semana con el logo del orgullo, ha transmitido la copa del mundo catarí sin sonrojarse, eso sí con audiencias que superaban los nueve millones en nuestro país. “Pan y circo” dos milenios después.

Allá por el año 100 antes de Cristo, un afamado poeta latino de nombre Juvenal acuñó la frase panem et circenses para describir la estrategia de Roma de regalar trigo y organizar fastuosos juegos circenses con carreras de cuadrigas y gladiadores. El pueblo -sin hambre y entretenido- caía rendido ante la generosidad de sus gobernantes. “Pan y circo”, por tanto, fue la vía para mantenerse en el poder haciendo desaparecer el histórico espíritu crítico de los romanos. Una forma como otra cualquiera de populismo. Hoy, aunque parezca mentira por el tiempo que ha pasado, parece que sigue vigente.

En Roma, las hogazas de pan repartidas en las casas y el acceso libre al Circo Máximo, silenciaron los muertos en las legiones y la miseria de las calles. En España -no iré tan lejos- los presupuestos y el Mundial permitirán llegar al gobierno hasta las elecciones municipales de mayo sin grandes sobresaltos. Aumentos del salario mínimo interprofesional, cheques gasolina por doquier, empleados sin trabajar y cobrando al estar en ERTE, nuevas ofertas públicas de empleo, funcionarios y pensionistas con subidas de rentas garantizadas por el BOE, generosas subvenciones a los amigos y campañas de publicidad, todas las habidas y por haber, hasta convertir al Gobierno en el primer anunciante de España. Y fútbol, mucho fútbol.

La economía, como esos atletas dopados que aguantan la carrera gracias a la química, resistirá unos meses, pero llegará un momento que no soportará más inyecciones de deuda y se parará. Al igual que el mundial de fútbol terminará, las empresas y las familias no podrán soportar más meses de presión fiscal, aumento de precios y caída de pedidos del resto del mundo. Por supuesto habrá intentos de seguir con el circo, algunos políticos lo intentarán desde la Carrera de San Jerónimo y otros desempolvarán pancartas en vano. Pax Romana era la expresión latina que resumía todos esos años de estabilidad y prosperidad que vivió esta ciudad. Pero no duró siempre. Y tras este periodo llegó la caída del imperio romano…

Pero aquí no hemos venido a hablar de historia clásica,  así que las palomitas que no falten para seguir viendo en las pantallas el mundial de futbol o los pactos y los exabruptos en el parlamento. Que ya no se sabe qué es más espectáculo, si lo uno o lo otro.

Iñaki Ortega es doctor en economía en la Universidad de Internet (UNIR) y LLYC


domingo, 19 de junio de 2022

La religión de los datos

(este artículo se publicó originalmente en el periódico Cinco Días el día 16 de junio de 2022

El gobierno del Reino Unido ha acusado a Rusia de tener una fábrica de trols (usuarios de internet que publican mensajes ofensivos) para llenar las redes sociales con propaganda del Kremlin. Los rusos están “difundiendo mentiras en las redes sociales” a través de personas contratadas por la empresa Cyber Front Z con sede en San Petersburgo. Un salario de 600 euros al mes por poner 200 comentarios diarios en Instagram y YouTube a favor de Putin y así engañar al mundo sobre la tragedia de Ucrania. Esta vez han sido activistas, pero en otras ocasiones son algoritmos en Internet que llevan a cabo tareas repetitivas de desinformación (bots). Esta guerra en internet busca debilitar la estabilidad de las democracias occidentales. De hecho, datos pagados por el Kremlin han sido difundidos masivamente en las últimas elecciones que enfrentaron a Biden y Trump, en el Brexit o en la consulta ilegal de Cataluña. 

La digitalización de la economía también ha hecho que la realidad empresarial sea un lugar donde en ocasiones campen por sus respetos la desinformación o la manipulación. El caso de Cambridge Analytica en 2018 en el que Facebook hizo un uso indebido de la información personal de aproximadamente 50 millones de usuarios, abrió la puerta a lo que Harari ha llamado el dataísmo. Yuval Noah Harari es un historiador que ha arrasado con sus libros en todo el mundo con títulos como ‘Sapiens’ u ‘Homo Deus’. En su obra alerta de que hemos llegado a creer que somos dioses y que podemos resolver cualquier problema, pero la realidad es otra. Harari explica que hemos sustituido a Dios por una suerte de nueva religión conocida como dataísmo. Una especie de ideología emergente que «no venera ni a dioses ni al hombre: adora los datos». El nuevo término ha sido utilizado para describir la importancia absoluta que tiene ahora disponer e interpretar los datos.

En estos momentos, las cinco empresas que se sitúan a la cabeza de la facturación mundial ya no son petroleras, sino plataformas que están relacionadas con la tecnología. Es un consenso que el petróleo del siglo XXI son los datos. Para el presidente de Telefónica, José María Álvarez-Pallete, la explosión de los datos y la consiguiente posibilidad de generar conocimiento se va a multiplicar. Todos los productos y sistemas de transporte, incluso la ropa, van a estar conectados a internet emitiendo información. Las previsiones de la consultora IDC nos indican que, en menos de cinco años desde la fecha de publicación de estas líneas, se multiplicarán por cinco los datos almacenados.

Esas empresas obtienen datos masivamente de sus usuarios, y en ocasiones los proporcionan de manera inconsciente. Es cierto que todas estas compañías piden formalmente permiso a los usuarios, pero necesitaríamos más de media hora para leer esas condiciones y como no queremos quedarnos aislados prestamos nuestro consentimiento inmediatamente. Mucha de la información que queda en manos de estas empresas son datos personales que incluyen salud, ocio, ideario político o religioso del presente, del pasado e incluso de futuro, a través de nuestra agenda. Así, al final, algunas de esas plataformas, que ya son más poderosas que los gobiernos de algunas de las grandes naciones del mundo, saben más de nuestra vida que nosotros mismos. De nuevo Harari alerta de que la inteligencia artificial puede ser capaz de saber la orientación sexual de un adolescente antes que él mismo, simplemente por los datos acumulados de su navegación en internet o redes sociales.

No solo las personas sino también empresas y gobiernos hemos ido generando cantidades ingentes de datos, pero -por desgracia- no se han sabido aprovechar para un buen uso. Gartner ha estimado que el 65 por ciento de los datos almacenados están desorganizados y, por tanto, con uso muy limitado. Es verdad que la pandemia ha permitido dar un salto de gigante y según diferentes analistas hemos avanzado en apenas unos meses lo que nos hubiera costado por lo menos un lustro. La rapidez en el diseño de la vacuna del coronavirus es un buen ejemplo de lo anterior.

Las tecnologías de la información son el presente y no deben alarmarnos. Sin embargo, es preocupante que un uso indebido de los grandes conjuntos de datos personales recolectados gracias a ellas pueda lesionar la privacidad, la reputación e incluso la dignidad del ser humano. Los usuarios en ocasiones tenemos la sensación de que hemos perdido el control de nuestros datos, por ello es importante retomarlo. 

Más de la mitad del tráfico de datos no se realiza entre humanos sino con máquinas (bots). Y, de estos, la mitad están dedicados al cibercrimen. Se necesita la misma transparencia en el mundo digital que la que hay en el mundo real. Las fake news prorrusas son el síntoma que ha de servir para que empecemos a preocuparnos y ocuparnos. Es el momento por ello de la regulación, pero también del autocontrol, de una suerte de juramento hipocrático para los tecnólogos que trabajan en las empresas Esta década que iba a ser una reedición de los felices años 20 del siglo pasado, nos está demostrado que no somos dioses sino seres frágiles que necesitamos de buenos datos gestionados desde el humanismo para que nos protejan, nos den salud y hagan mejor el mundo. 


Iñaki Ortega es doctor en Economía y director senior de Educación Directiva en LLYC

David Ruiz es sociólogo industrial y profesor en The Valley



domingo, 3 de abril de 2022

El nuevo polonio ruso son los datos

(este artículo se publicó originalmente en el diario La Información el día 29 de marzo de 2022)


Hace pocos días se supo la noticia de la muerte en Kiev de la periodista rusa Oksana Baulina fruto de un misil de precisión lanzado por sus compatriotas. Oksana, conocida por sus críticas al régimen de Putin, no estaba en una “zona caliente” de la guerra sino en un enclave seguro junto a informadores internacionales.  Falleció mientras visitaba, en una caravana de periodistas, un arrasado centro comercial de la capital ucraniana. Cuando grababa imágenes de la destrucción provocada por la invasión rusa, su coche fue alcanzado por un proyectil que acabó con su vida al instante. Ningún otro vehículo de la expedición resultó dañado. Oksana, era corresponsal en Ucrania de un medio digital americano, pero antes trabajó para la Fundación Anticorrupción del opositor ruso Alexei Navalni. Después de que la organización fuera catalogada como una organización extremista, tuvo que abandonar Rusia para poder seguir informando sobre la corrupción del gobierno ruso.

Navalny, con este atentado, habrá vuelto a recordar desde su cárcel rusa aquel 20 de agosto de 2020 en Siberia en el que fue hospitalizado en estado grave. Su familia denunció que había sido envenenado, pero los médicos rusos se negaron a aceptar esa hipótesis y por tanto a iniciar un tratamiento. Entonces, Alemanía movilizó un avión medicalizado que logró trasladarle a Berlín. Unos días después el gobierno germano confirmó que las pruebas de toxicología eran «inequívocas» respecto del envenenamiento con Novichok, un veneno diluido en un té que Navalny tomó en el aeropuerto siberiano.

En noviembre de 2006, Alexander Litvinenko, pide también un té en un hotel de Londres. Tres semanas después, este antiguo espía ruso arrepentido, muere en un hospital británico. Dos días antes de fallecer, científicos atómicos confirmaron que dio positivo en envenenamiento por la radiación de polonio.

Oksana ha sido la penúltima víctima del Kremlin, pero esta vez no ha hecho falta un veneno en la taza de té. Ha bastado, probablemente, que la periodista rusa aceptase las cookies de alguna web para que su teléfono fuese rastreado por el ejercito ruso. Sea por eso, o por uno de los miles virus informáticos que pueden alojarse en cualquier móvil, Oksana fue localizada y el resto lo hizo un cohete de alta precisión. Hoy tus datos personales se pueden convertir, por tanto, en tan malignos como ese polonio que usa la KGB.

Hace un par de años Jim Balsillie, el que fue CEO de la matriz de los míticos teléfonos BlackBerry, testificó ante el comité canadiense de privacidad y democracia internacional y dejó para los anales esta frase “los datos no son el nuevo petróleo, son el nuevo plutonio”. En la declaración más extensa explica que los datos de carácter personal gestionados inadecuadamente tienen el potencial de causar un tremendo daño. Por supuesto que Jim no sabía lo que iba a suceder años después en Kiev con el asesinato de la periodista, pero sí conocía la historia de la segunda guerra mundial. Como explicó Adolfo Corujo en un recomendable podcast, el exterminio judío, puede explicarse también por el uso de datos personales. Holanda fue el país donde fueron asesinados un mayor porcentaje de judíos, 74%, pero en cambio en Francia esa cifra no llegó al 25% ¿Dónde reside fue la diferencia? Los nazis cuando invadían un país acudían a los registros municipales, para localizar a los judíos y otras víctimas. Holanda, antes de la invasión, había aprobado una norma para recopilar todo tipo de datos que ayudasen en sus políticas públicas. Uno de esos datos que disponían y tenían actualizado era la religión de las personas. Cuando, en mayo del 1940 el ejército nacional socialista invade el país de los tulipanes, solo tuvieron que ir al censo para encontrarse una exacta base de datos del número de judíos con sus direcciones. En el caso de Francia esa información no se almacenaba por cuestiones de privacidad. El ejército alemán no encontró en Francia esa información y gracias a ello, cientos de miles salvaron sus vidas.

No es nuevo, por tanto, que los datos de carácter personal son plutonio. Lo que sí es nuevo es que la tecnología ha permitido generar sistemas que recolectan estos datos con una eficiencia y a una escala astronómica a nivel global. Y esos datos, en malas manos, puede provocar un asesinato, un ataque a una infraestructura crítica o llevar a la bancarrota a una empresa. Sí, todo por un dato personal.

El plutonio es un material tóxico y radiactivo. El principal tipo de radiación que emite es la “radiación alfa” que ingerida o inhalada puede causar cáncer de pulmón o envenenamiento mortal. También el plutonio es un elemento que se utiliza en la fabricación de armas nucleares. Por eso este elemento químico está sujeto a todo tipo de restricciones en su uso, transporte y almacenamiento. Pero al mismo tiempo, el plutonio se utiliza en marcapasos que evitan infartos de miocardio y en los combustibles de los reactores de las centrales nucleares que están salvando, por ejemplo, a Francia, de la crisis energética que vivimos actualmente

Hay datos que son plutonio. Para bien y para mal. Por ello el debate no es prohibir su uso sino regularlo. Cada vez se habla más de una cuarta generación de derechos humanos ante los abusos de la mala tecnología. Los primeros derechos humanos, con la libertad y la igualdad, nos protegieron frente al poder absolutista gracias a la Revolución francesa. La segunda generación, con el derecho al empleo y la sanidad, permitió que hubiese un Estado que nos defendiese. La tercera oleada de derechos fundamentales fue coherente con la globalización y consagró el pacifismo Se necesita, por tanto, una cuarta, la de los derechos fundamentales en la era digital. El derecho a ser olvidados, el derecho a la identidad digital, la imparcialidad de la red y por supuesto el control de nuestros datos personales para evitar usos tan perversos ahora y en el futuro.

Iñaki Ortega es doctor en economía en La Universidad de Internet (UNIR) y LLYC

lunes, 2 de agosto de 2021

La ética de la letra pequeña

 Este artículo se publicó originalmente en el diario La Información el día 29 de julio de 2021)


Los prospectos de los medicamentos son una lectura entretenida comparados con las cláusulas de cualquier contrato promovido por una multinacional. No tengo dudas de que el lector ha podido comprobar qué difícil es leer completo el papel que acompaña a las medicinas en el que se indica composición, posología y efectos secundarios. La letra tan pequeña y los términos complejos no lo hacen precisamente sencillo, por no hablar del mal cuerpo que se le pone a cualquiera con tantos eventuales riesgos. Nada comparable al clausulado mercantil para ser proveedor de una gran empresa. Confidencialidad de los datos, propiedad industrial, normativa de seguridad, tribunales competentes, derecho aplicable, prevención de la corrupción, cumplimiento de los derechos humanos y responsabilidad ambiental. A pesar de lo tedioso de su lectura es una gran noticia que podemos situar su origen en el acrónimo corporativo de moda, la ESG. Sin duda el mundo puede ser mejor gracias a esos interminables párrafos de letra pequeña.

Las siglas en inglés ESG pueden traducirse como sostenibilidad de las empresas en materia medioambiental, social y de gobierno. Las corporaciones han de ser transparentes en sus emisiones de carbono, pero también en cómo tratan a sus empleados, clientes y proveedores, sin olvidar si respetan a sus accionistas y no aplican liderazgos tóxicos. Hoy estos ejemplos de buenas prácticas de ESG se han convertido en una obligación para grandes empresas. Algunas porque al ser cotizadas, los códigos de buen gobierno de los supervisores se lo exigen,; otras puesto que las leyes de sus países de origen ya lo recogen; una gran mayoría porque sus accionistas lo han incorporado como demanda en los últimos años y finalmente porque cada vez más compañías han abrazado un propósito que da sentido a su desempeño, solamente si cumplen esos estándares éticos.

Esa letra pequeña garantiza por tanto que las grandes empresas no aprovechen los contratos con proveedores para incumplir las prerrogativas éticas de la ESG. No puede, quien contrate con esas grandes empresas, discriminar por edad, sexo, raza o ideología, tampoco pueden contaminar, aunque esté en un país con laxas legislaciones medio ambientales y ni mucho menos incumplir los derechos humanos al implementar su oferta de bienes o servicios. ¡Bendita letra pequeña!

Pero, y también lo sabe el que ha contratado con una pequeña empresa, que eso no pasa en todas las compañías. Y conforme el tamaño empresarial se reduce, salvo honrosas excepciones, los términos como la ESG o el propósito son lujos que ni pueden permitirse. De estas palabras no puede desprenderse que las pymes obvian la ética, sino que simplemente la han aplicado sin necesidad de letra pequeña. En la gran mayoría de los casos los pequeños empresarios, especialmente en estas latitudes, han demostrado un alto compromiso con su entorno, lo que incluye las comunidades en las que actúan. La pandemia nos ha puesto en el espejo de cómo esas microempresas patrias han dado lecciones de moralidad en la peor situación inimaginable.

Esta irrupción de nuevos estándares éticos en la economía capitalista ha empezado por arriba, por las grandes corporaciones, quizás porque las unidades empresariales más pequeñas no tenían la sombra de la sospecha por la cercanía de los empleadores a clientes, proveedores y trabajadores. Pero la economía de mercado tiene otros agentes que actúan a pesar de no tener naturaleza mercantil. Las administraciones públicas se han convertido en un jugador clave de cualquier mercado del planeta. Más allá de su responsabilidad a la hora de marcar las reglas de juego de la actividad económica, el sector público contrata, emplea y tiene clientes y usuarios. En España, miles de millones de facturación, millones de empleados y otros tantos de ciudadanos que contratan servicios bien sea a administraciones o a empresas públicas.

Por ello este movimiento ético ha de arribar también en los gobiernos y su sector público empresarial. Algunos defenderán que los objetivos de desarrollo sostenible de Naciones Unidas están en sus planes de gobierno y que sus altos cargos llevan todos el pin de colores de los ODS. Otros dirán que la normativa vigente ya prevé estos supuestos, pero la realidad es que en muchos concursos públicos pesa más el precio que los derechos humanos. El reciente escándalo del rescate de una línea aérea vinculada a un régimen antidemocrático no puede considerarse una anécdota sino un fallo del sistema que obvia la ética. Porque se sigue contratando desde el sector público empresarial a empresas basadas en países que no respetan los derechos humanos y prohíben la libertad de expresión, no existen garantías procesales o persiguen al diferente. Competencia desleal, alguien lo ha llamado. Nosotros desde esta parte del mundo firmando interminables cláusulas, mientras los que ganan los concursos violan sistemáticamente derechos como el de libertad sexual, reunión o explotación infantil. El precio parece que vale más en muchos pliegos públicos de licitación que la propia moralidad.

Por eso y aunque suponga más BOE, esta nueva ética de la letra pequeña no entiende de público o privado.

Iñaki Ortega es doctor en economía y profesor de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR)


martes, 30 de abril de 2019

Hackear el ser humano

(este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días el día 30 de abril de 2019)

«Entramos en la era de hackear humanos. A lo largo de la historia nadie tuvo suficiente conocimiento y poder para hacerlo, pero muy pronto, empresas y gobiernos hackearán a personas» No es ciencia ficción, es la premonición de uno de los autores más leídos en el mundo, el profesor de historia Yuval Noah Harari. 

Cualquier usuario de Internet ya ve como normal la irrupción de publicidad absolutamente personalizada gracias a los datos que se recolectan de las páginas que visitamos. Pero también cualquier lector informado sabe que las más importantes agencias de inteligencia tienen como prioridad luchar contra las noticias falsas emitidas desde el exterior que buscan tensionar y desestabilizar nuestras democracias. Quizás no es tan conocido que los tribunales de justicia de este parte del mundo ya dedican más tiempo y recursos a los delitos en la red que a los convencionales o que el cibercrimen mueve más dinero que cualquier industria del mundo, exactamente un 1% del PIB mundial. Además, las noticias sobre el uso perverso de Internet se acumulan: hace unos meses el caso Cambridge Analytica puso de manifiesto que Facebook vendía los datos personales de sus usuarios o recientemente la investigación de la fiscalía de EE. UU. concluyó que Rusia espió, usando Internet, al partido demócrata para beneficiar al entonces candidato Trump. Pero no olvidemos otros casos como Falciani que filtró datos personales bancarios o Weakileaks que hizo lo mismo, pero con agentes secretos, por no mencionar los famosos Papeles de Panamá o los virus informáticos que todos los días se crean como el famoso Wannacry.

Por tanto, si gobiernos y empresas sin escrúpulos ya pueden hackear las elecciones de la primera potencia del mundo; nuestros datos personales (incluso médicos) o el 90% de las empresas españolas ha sido ya atacadas (según un reciente informe de Panda) cuánto tiempo falta para que se creen algoritmos que nos conocerán mejor que nosotros mismos. Con esa tecnología y con todos nuestros datos, insistimos no solo económicos sino también biométricos, será muy fácil manipular, pero también controlar a cualquier ciudadano o empresa.

Las tecnologías de la información son el presente y no deben alarmarnos. Sin embargo, es preocupante que la masiva recolección de grandes conjuntos de datos personales unido al desarrollo de tecnologías como la inteligencia artificial pueda dar lugar a maquinas que nos conozcan mejor que nosotros mismos y que usadas perversamente acaben lesionando la privacidad, la reputación e incluso la dignidad del ser humano.  En este contexto un grupo multidisciplinar de profesores de la Universidad de Deusto, entre los que nos encontramos, proponemos que el derecho actúe como límite a la explotación abusiva de las tecnologías de la información. El ser humano ha de ser capaz de disfrutar de los beneficios de estas tecnologías, pero al mismo tiempo, debe articular instrumentos que le permitan evolucionar en su uso y desarrollo. Los usuarios de la tecnología hemos perdido ya el control de nuestros datos ahora toca retomar esa potestad.

A lo largo de la historia, cada impulso relevante en la defensa de los derechos humanos ha surgido como respuesta de la sociedad civil a manifiestos abusos del poder. Ante el auge exponencial de tantas violaciones de derechos en el mundo digital, no parece razonable demorar la proclamación y afirmación de nuevos derechos fundamentales, surgidos a partir del avance y desarrollo tecnológico. La catedrática valenciana Adela Cortina resume perfectamente la tarea a encarar “todos, sin esperar a la política, tenemos que ser activistas para frenar las noticias falsas, el auge de los populismos, las intromisiones en la intimidad o la falta de seguridad y neutralidad en la red”.

La transformación digital ha traído indudables ventajas, algunas irrenunciables. Pero la respuesta no puede articularse a partir de la frontal oposición a la tecnología, sino mediante su humanización. De modo y manera que prevalezca el bien común sobre los intereses particulares, por mayoritarios y legítimos que éstos sean; así como la prioridad del ser humano sobre todas sus creaciones, como la tecnología, que está a su servicio. Humanizar internet es priorizar la integridad de la persona, más allá del reduccionismo de los datos que pretenden cosificarlo, pero también reivindicar la autonomía y responsabilidad personales frente a las tendencias paternalistas y desresponsabilizadoras. Por último también urge en este campo defender la equidad y justicia universal en el acceso, protección y disfrute de los bienes y derechos que posibilitan una vida digna del ser humano
Por eso concluimos con el profesor Harari que, si los nuevos algoritmos que gestionan nuestra intimidad no son regulados, el resultado puede ser el mayor régimen totalitarista que jamás ha existido que dejará pequeño al nazismo o al estalinismo. Quién será ese nuevo “Gran Dictador” nadie lo sabe, igual es un país o por qué no una empresa o incluso una red de piratas informáticos desde el anonimato de sus hogares. No es el nuevo argumento de un videojuego, es simplemente la constatación de un hecho que por desgracia no tiene el protagonismo que debiera en la opinión pública.  Ojalá que el nuevo tiempo político que ahora se abre ponga el foco en estas cuestiones porque si no quizás será demasiado tarde para reaccionar.

Eloy Velasco es juez de la Audiencia Nacional e Iñaki Ortega es director de Deusto Business School

lunes, 26 de noviembre de 2018

Azorín versus Rufián en la era de Google.


(este artículo se publicó originalmente el día 26 de noviembre de 2018 en el diario La Información en la columna #serendipia)


Las Cortes Generales siempre han sido fuente de noticias. De hecho ser cronista parlamentario es una vieja profesión que no ha desaparecido ni lo hará por la irrupción de la digitalización. Larra en el siglo XIX, Azorín en el XX o Luis Carandell en la transición nos deleitaron con sus artículos escritos en sede parlamentaria. Siempre se necesitará el buen oficio de profesionales que separen la paja del grano y nos cuenten lo relevante de esas prolijas y tediosas sesiones plenarias. Pero eso no quiere decir que de ahora en adelante los periodistas adscritos al Congreso y Senado lo vayan a tener fácil. Para muestra un botón. La semana pasada los medios nos contaron la enésima bufonada del parlamentario Rufián que esta vez desbordó la paciencia de la Presidenta del Congreso y finalmente fue expulsado no sin antes protagonizar, un conmilitón, la noticia de la semana, con un amago de esputo al ministro Borrell. Muy difícil es no llevar a portada este incidente pero más todavía es categorizarlo como menor frente a otras decisiones tomadas en la misma institución precisamente el mismo día.

Sin pena ni gloria llegó a los medios de comunicación que el Senado había aprobado la nueva Ley Orgánica de Protección de Datos y de Garantía de los Derechos Digitales (LOPD). Quizás porque esta pasada primavera acabamos todos hartos de recibir correos electrónicos que nos alternaban de la inminencia de una nueva norma de protección de datos en la que Europa nos exigía más rigor a empresas y ciudadanos a la hora de manejar datos personales. Tantos mensajes que como una espada de Damocles amenazaban con el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) si no dábamos nuestro consentimiento a cientos de empresas -la mayoría de veces desconocidas para nosotros- dio como resultado el contrario al deseado, nos hicimos insensibles, por hartazgo, a estar atentos al uso de nuestros datos.

Es aquí donde el noble oficio del informador parlamentario ha de seguir teniendo sentido. Porque entre múltiples comisiones y largos ordenes del día hay que encontrar que casi a la vez que Rufián era expulsado, el pleno de la Cámara Alta del día 21 de noviembre aprobó, con muchos retraso -6 meses frente la obligación europea- y con una amplia mayoría, 220 votos a favor y 21 en contra. 

Únicamente algunos medios especializados dedicaron un breve para alertar de que la nueva norma permitiría a los partidos políticos rastrear datos y realizar perfiles ideológicos de los ciudadanos. A partir de ahí tirando de ese hilo las redes sociales se hicieron eco, con cierto alarmismo y muchas críticas a los partidos políticos por usar datos privados para su beneficio. Indignación es la palabra que mejor resume el estado de ánimo de los que opinaron sobre este asunto. Como si el uso de nuestros datos para intereses espurios fuese algo nuevo y los partidos políticos los únicos ideólogos de esta funesta práctica. 

Los lectores de esta columna recordarán el dataísmo, este fenómeno se describe como una ideología emergente casi una “religión” en la que se adoran los datos como el bien supremo. El término se acuña sarcásticamente como expresión de un mundo que nos ha tocado vivir en el que las grandes empresas tecnológicas convertidas en plataformas usan los datos de sus usuarios como mercancía con la que ganas pingues beneficios sin que la indignación anteriormente mencionada incendie twitter. Es más fácil obtener eco digital atacando a los políticos que a las plataformas que sostienen las redes sociales.

En cambio -a pesar de lo poco que se ha hablado de ello estos días- la ley aprobada en el Senado, sí pone el dedo en la llaga y regula -casi como una suerte de nueva carta de derechos- realidades nacidas con la irrupción de internet. La neutralidad de la red y su acceso universal, los derechos a la educación y seguridad digital así como el derecho al olvido, la portabilidad y el testamento virtual. También el derecho a la desconexión digital, la libertad de expresión, la rectificación y la protección de los menores en interna tienen su espacio en esta norma.

Una buena noticia que ha de ser conocida y que desde numerosas instituciones venía tiempo reclamándose. Sin ir más lejos el mismo día que se aprueba la norma en cuestión, el Rey Felipe VI pero también el prestigioso jurista Antonio Garrigues Walker manifestaron respectivamente su preocupación por respetar la privacidad de las comunicaciones digitales y luchar por la verdad en las redes sociales. Por último la Universidad de Deusto ha presentado un valiente manifiesto a favor de una actualización de los derechos humanos en los entornos digitales que les animo a ojear. Ya que además de lo regulado en la LOPD se habla del derecho a la propiedad intelectual en la red, la igualdad de oportunidades en la economía digital o el derecho a la alfabetización digital, todo desde una perspectiva legal, empresarial, técnica y ética.

Estoy seguro que  algún medio se hará eco de esta declaración universitaria porque todavía hoy quedan, espero que por mucho tiempo, profesionales en las redacciones que saben que hay noticias que no aparecen en los sofisticados motores de búsqueda implementados por los feligreses del dataísmo. 


Iñaki Ortega es profesor de la Universidad de Deusto y ha formado parte del equipo redactor de la Declaración sobre los Derechos Humanos en los entornos digitales.


miércoles, 21 de marzo de 2018

Derechos fundamentales en la era digital

(este artículo se publicó originalmente en el diario El País el dia 19 de marzo de 2018 firmado por Eloy Velasco e Iñaki Ortega)

¿Estamos seguros de que el único precio que pagamos por utilizar un teléfono móvil es la tarifa plana? España es, junto con Singapur, uno de los países donde hay más teléfonos móviles por persona. El 92% de los ciudadanos españoles tiene uno y hay 120 líneas por cada 100 usuarios. Nos situamos por tanto, incluso por encima de Estados Unidos, donde solo el 90% de la población tiene un móvil.

Precisamente en ese país, un juez de Michigan ha condenado a 110 años de prisión a una persona, apellidada Carpenter, porque se le involucró en cuatro atracos a cuatro centros comerciales por los datos de ubicación sacados de su teléfono móvil, aunque se obtuvieron sin orden judicial. A pesar de que su abogado alegó ante el Tribunal Superior que, según la cuarta enmienda de la Constitución americana se estaban violando sus derechos, el tribunal de apelación desestimó la alegación asegurando que nadie está obligado a llevar un teléfono móvil y que si alguien no desea que le geolocalicen, es mejor que no lo tenga.

La tecnología es el presente, y no debe alarmarnos, pero sí es preocupante cómo un uso indebido de la cantidad de datos recolectados gracias a ella puede lesionar la privacidad, la reputación e incluso la dignidad del ser humano.

Los usuarios hemos perdido el control de nuestros datos y es importante retomarlo. Proponemos para ello el Derecho, para que actúe como límite a la explotación desordenada, al desequilibrio y al abuso en la gestión de la tecnología. Debemos ser capaces de disfrutar de los beneficios de la tecnología, pero eso no debe ser incompatible con que gestionemos nuestros datos.

No son pocos los investigadores que hablan de una cuarta generación de derechos humanos que nos permita poder desconectar o que las máquinas nos olviden, incluso que la Red sea neutral. La primera generación de derechos humanos, con la libertad y la igualdad, nos protegió frente al poder de los Estados gracias a la Revolución Francesa. La segunda generación, con el derecho al empleo y la sanidad, permitió un Estado que nos defendiese. La tercera generación de derechos fundamentales fue coherente con la globalización y consagró el pacifismo. Ahora el Derecho tiene que volver a ser el límite a la explotación y al abuso, esta vez en la gestión de la tecnología que muchas plataformas están haciendo. Se necesita por tanto una cuarta generación, la de los derechos fundamentales en la era digital. El derecho al olvido, el derecho a la muerte digital, el derecho a la neutralidad de la Red o el mencionado derecho a gestionar tus datos, son solo algunos campos donde merece la pena profundizar.

En estos momentos, las cinco empresas que se sitúan a la cabeza de la facturación mundial ya no son constructoras o compañías de hidrocarburos, sino que son plataformas que están relacionadas con las telecomunicaciones y la tecnología. Si se nos permite el juego de palabras, el nuevo petróleo son los datos que estas empresas obtienen masivamente de sus usuarios, en ocasiones de manera inconsciente. Es cierto que todas estas compañías sí piden formalmente permiso a los usuarios para obtenerlos, pero el consentimiento que prestamos se da, más para no quedar aislados tecnológicamente del mundo, que por otras razones. Se tardan unos 40 minutos de promedio en leer los “términos y condiciones de uso” que se nos exigen cuando damos de alta un aparato o nos inscribimos en una red social. Sin embargo, y también de promedio, los usuarios prestamos nuestro consentimiento en tan solo ocho segundos.

En 2020 se calcula que habrá 50.000 millones de dispositivos conectados a Internet en el llamado IoT (Internet de las cosas). De modo que a las fuentes habituales de captación de datos deberemos añadir en breve la aportación de los procesadores, los sensores y el tratamiento masivo de esos big data. Y conviene también tener en cuenta que esas máquinas además de captar datos, pueden tratar, ordenar e incluso llegar más allá de lo que normalmente podemos hacer los humanos con nuestras limitadas capacidades.

Mucha de la información que queda en manos de estas empresas son datos personales que incluyen salud, ocio, ideario político o religioso del presente, del pasado e incluso de futuro —a través de nuestra agenda—. Eso incluye también, para nuestra desgracia, los datos borrados y enviados a la papelera o cortes de voz, o imágenes familiares íntimas, por no hablar de los datos de geolocalización. Así, al final, algunas de esas plataformas, que ya son más poderosas que la mayoría de los Gobiernos del mundo, saben más de nuestra vida que nosotros mismos.

A lo largo de la historia cada impulso relevante en la defensa de los derechos humanos ha surgido como respuesta de la sociedad civil a manifiestos abusos del poder. Ante la monarquía absolutista, la declaración de derechos de Virginia del año 1776. Ante el auge de los totalitarismos la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Asamblea de Naciones Unidas del año 1948. Ahora, ante el auge exponencial de tantas violaciones de derechos en el mundo digital, a qué esperamos para actualizar esa lista, e incluso para incluir nuevos derechos.

Es evidente que la transformación digital ha traído muchas ventajas, algunas irrenunciables y casi todas irreversibles. Por tanto, la solución no es poner pie en pared frente a la tecnología. La solución es humanizarla.



Eloy Velasco Núñez es Magistrado-Juez de la Audiencia Nacional e Iñaki Ortega es `profesor y director de Deusto Business School

martes, 23 de enero de 2018

Cuatro manzanas y un folio


(este artículo se publicó originalmente el 22 de enero de 2018 en el diario La Información dentro de la columna #serendipias)



La historia de la manzana e Isaac Newton es quizás la serendipia más conocida. El golpe recibido en su cabeza al caer la manzana del árbol le sirvió a Newton para entender que el universo se basa en un juego de contrafuerzas. A petición de varios lectores de esta columna traigo de nuevo a mi reflexión semanal alguna de esas famosas casualidades de las que pueden extraerse conclusiones extraordinarias. Isaac Newton ha pasado a la historia como uno de los científicos más importantes y la manzana por haber ayudado a que el genio inglés desarrollase la teoría de la gravedad. Pero lo que es menos conocido es que era un gran tecnólogo para su tiempo. Fue admirado por sus contemporáneos también por sus inventos y gadgets que desarrolló hasta su muerte. Molinos de viento, relojes solares, carricoches, linternas instaladas en cometas y por supuesto telescopios son algunos de sus experimentos con la tecnología de la época. En las líneas siguientes, inspirados en esa serendipia demostraremos que la manzana de Newton sigue haciendo posible aprender lecciones inesperadas y casuales. 

Si hoy pidiésemos, como en esos test de personalidad que nos hacían en el colegio, una respuesta inmediata a la asociación de dos conceptos como manzana y tecnología, pocos dirían Newton pero en cambio, estará el lector conmigo, que muchos habríamos respondido Apple. La compañía tecnológica con su famoso logotipo de la manzana mordida es el símbolo de la nueva economía con su deseado iPhone en la cúspide. 

Nueva York sería la segunda respuesta más pronunciada. No sólo porque Gran Manzana es la forma de referirse a Nueva York en medio mundo sino porque no se entiende el crecimiento de la tecnología y de sus empresas bandera sin la financiación obtenida en el mercado de valores con sede en Times Square, conocido como NASDAQ. Google, Apple, Facebook  Amazon, los famosos GAFA, consiguieron crecer gracias a la financiación del mercado de valores tecnológico de la gran manzana. 

Se cuenta que el torero El Gallo dijo “Tié q’haber gente pa’tó” cuando le presentaron a Ortega y Gasset como un señor que se dedicaba a pensar. Pues en nuestra particular encuesta seguro que encontraríamos alguien que respondería con la palabra gusano. Gusano es lo que todos nos hemos encontrado alguna vez en una manzana pero también es uno de los malware más temidos en ciberseguridad. 

Estas cuatro posibles respuestas nos permiten avanzar hacia el sentido último  de este artículo. La tecnología ha alcanzado un increíble grado de madurez y financiación sin duda gracias a las empresas citadas que les ha permitido alcanzar beneficios espectaculares y escalar los puestos de las compañías más destacadas. Pero la vez, esa sofisticación de la tecnología apoyada en esas corporaciones está creando problemas que no habríamos imaginado en la peor de nuestras pesadillas. La inteligencia artificial, los dispositivos conectados, el coche autónomo o el blockchain están dando lugar a inéditos conflictos y violaciones de derechos. El ciberacoso, la ciberguerra, el cibercrimen, las ciberadiciones,  las fakenews y la posverdad han irrumpido paralelamente a la demanda de nuevos derechos como el derecho al olvido, el derecho a la neutralidad de la red, el derecho a la muerte digital o el derecho a la inviolabilidad de los dispositivos.

A lo largo de la historia cada impulso relevante en la defensa de los derechos humanos ha surgido como respuesta de la sociedad civil a manifiestos abusos del poder. Ante la monarquía absolutista, la declaración de derechos de Virginia del año 1776 o la declaración de derechos del hombre y la ciudadanía en Francia en 1789. Ante el auge de los totalitarismos la declaración universal de los derechos humanos de la asamblea de naciones unidas del año 1948. Ahora ante el auge exponencial  de tantas violaciones de derechos en el mundo digital a qué esperamos para actualizar esa lista e incluso para incluir nuevos derechos. Bastaría un folio para poner negro sobre blanco que internet ha traído nuevos problemas y amenazas que impactan en el bienestar del ser humano y necesitamos reinventar el derecho natural. Cuántas manzanas más tienen que caer en nuestras cabezas o en la de nuestros gobernantes para ello.