Este artículo se publicó originalmente en el diario La Información el día 29 de julio de 2021)
Los prospectos de los
medicamentos son una lectura entretenida comparados con las cláusulas de
cualquier contrato promovido por una multinacional. No tengo dudas de que el
lector ha podido comprobar qué difícil es leer completo el papel que acompaña a
las medicinas en el que se indica composición, posología y efectos secundarios.
La letra tan pequeña y los términos complejos no lo hacen precisamente
sencillo, por no hablar del mal cuerpo que se le pone a cualquiera con tantos
eventuales riesgos. Nada comparable al clausulado mercantil para ser proveedor
de una gran empresa. Confidencialidad de los datos, propiedad industrial,
normativa de seguridad, tribunales competentes, derecho aplicable, prevención
de la corrupción, cumplimiento de los derechos humanos y responsabilidad
ambiental. A pesar de lo tedioso de su lectura es una gran noticia que podemos
situar su origen en el acrónimo corporativo de moda, la ESG. Sin duda el mundo
puede ser mejor gracias a esos interminables párrafos de letra pequeña.
Las siglas en inglés ESG pueden
traducirse como sostenibilidad de las empresas en materia medioambiental,
social y de gobierno. Las corporaciones han de ser transparentes en sus
emisiones de carbono, pero también en cómo tratan a sus empleados, clientes y
proveedores, sin olvidar si respetan a sus accionistas y no aplican liderazgos
tóxicos. Hoy estos ejemplos de buenas prácticas de ESG se han convertido en una
obligación para grandes empresas. Algunas porque al ser cotizadas, los códigos
de buen gobierno de los supervisores se lo exigen,; otras puesto que las leyes
de sus países de origen ya lo recogen; una gran mayoría porque sus accionistas
lo han incorporado como demanda en los últimos años y finalmente porque cada
vez más compañías han abrazado un propósito que da sentido a su desempeño,
solamente si cumplen esos estándares éticos.
Esa letra pequeña garantiza por
tanto que las grandes empresas no aprovechen los contratos con proveedores para
incumplir las prerrogativas éticas de la ESG. No puede, quien contrate con esas
grandes empresas, discriminar por edad, sexo, raza o ideología, tampoco pueden
contaminar, aunque esté en un país con laxas legislaciones medio ambientales y
ni mucho menos incumplir los derechos humanos al implementar su oferta de
bienes o servicios. ¡Bendita letra pequeña!
Pero, y también lo sabe el que ha
contratado con una pequeña empresa, que eso no pasa en todas las compañías. Y
conforme el tamaño empresarial se reduce, salvo honrosas excepciones, los
términos como la ESG o el propósito son lujos que ni pueden permitirse. De
estas palabras no puede desprenderse que las pymes obvian la ética, sino que
simplemente la han aplicado sin necesidad de letra pequeña. En la gran mayoría
de los casos los pequeños empresarios, especialmente en estas latitudes, han
demostrado un alto compromiso con su entorno, lo que incluye las comunidades en
las que actúan. La pandemia nos ha puesto en el espejo de cómo esas
microempresas patrias han dado lecciones de moralidad en la peor situación
inimaginable.
Esta irrupción de nuevos estándares éticos en la economía capitalista ha empezado por arriba, por las grandes corporaciones, quizás porque las unidades empresariales más pequeñas no tenían la sombra de la sospecha por la cercanía de los empleadores a clientes, proveedores y trabajadores. Pero la economía de mercado tiene otros agentes que actúan a pesar de no tener naturaleza mercantil. Las administraciones públicas se han convertido en un jugador clave de cualquier mercado del planeta. Más allá de su responsabilidad a la hora de marcar las reglas de juego de la actividad económica, el sector público contrata, emplea y tiene clientes y usuarios. En España, miles de millones de facturación, millones de empleados y otros tantos de ciudadanos que contratan servicios bien sea a administraciones o a empresas públicas.
Por ello este movimiento ético ha
de arribar también en los gobiernos y su sector público empresarial. Algunos
defenderán que los objetivos de desarrollo sostenible de Naciones Unidas están
en sus planes de gobierno y que sus altos cargos llevan todos el pin de colores
de los ODS. Otros dirán que la normativa vigente ya prevé estos supuestos, pero
la realidad es que en muchos concursos públicos pesa más el precio que los
derechos humanos. El reciente escándalo del rescate de una línea aérea
vinculada a un régimen antidemocrático no puede considerarse una anécdota sino
un fallo del sistema que obvia la ética. Porque se sigue contratando desde el
sector público empresarial a empresas basadas en países que no respetan los
derechos humanos y prohíben la libertad de expresión, no existen garantías
procesales o persiguen al diferente. Competencia desleal, alguien lo ha
llamado. Nosotros desde esta parte del mundo firmando interminables cláusulas,
mientras los que ganan los concursos violan sistemáticamente derechos como el
de libertad sexual, reunión o explotación infantil. El precio parece que vale
más en muchos pliegos públicos de licitación que la propia moralidad.
Por eso y aunque suponga más BOE,
esta nueva ética de la letra pequeña no entiende de público o privado.
Iñaki Ortega es doctor en economía y profesor de la
Universidad Internacional de La Rioja (UNIR)
No hay comentarios:
Publicar un comentario