miércoles, 29 de abril de 2020

España, a media asta


(este artículo se publicó originalmente en el diario 65yMás el día 27 de abril de 2020)


Los países, en todo el mundo, expresan el luto oficial haciendo ondear sus banderas a media asta. Para ello la bandera se iza por completo y luego se arría para que pueda ondear más abajo, a una distancia similar al ancho de la propia bandera, lo cual no siempre es la mitad de la altura del mástil, aunque la expresión induce a pensarlo así. Esta distancia tiene una explicación no muy conocida y es para dejar sitio a una imaginaria bandera que ondeará por encima, la “bandera invisible de la muerte”, una bandera que no se ve pero que es la que realmente indica la tristeza y homenaje a los fallecidos.

En nuestro país las banderas ondean en lo más alto sin hueco alguno para esa invisible bandera que represente a los fallecidos. Como si en esta parte del mundo no hubiese tristeza ni consideración por los caídos. El luto oficial que está regulado por ley es que el establece la obligatoriedad de las banderas a media asta. No voy a entrar a discutir, por mi condición de economista, si toca ahora decretar el luto o esperar al fin de la pandemia. Pero sí cabe recordar al filósofo Zygmunt Bauman que dejó escrito en su manual “Mortalidad, inmortalidad y otras estrategias de la vida” cómo las diferentes culturas se retratan ante la importancia que dan a la muerte. Y ahí no nos salva ninguna interpretación legal u oportunidad política. Nos estamos retratando.

Más de 23.000 muertos en dos meses, una media de casi 400 muertos diarios y la seguridad de que morirán muchos miles más. La muerte se ha posado en España y millones de españoles la llevan sintiendo muy cerca las últimas semanas. Amigos, hermanos, colegas, parejas, padres o tíos han fallecido víctimas de la pandemia. Pero, además, diez millones de compatriotas que superan los 60 años se levantan pensando que un día más jugarán a la ruleta rusa con la muerte. Porque cuando el 95% de todos los fallecidos por el covid19 están en tu cohorte de edad; la letalidad entre tus coetáneos es uno de cada cuatro; el triaje en las urgencias tiene tu nombre o la mitad de todos los que fallecen viven una residencia de ancianos, tu vida -si eres mayor-pende de un hilo.

Mientras tanto los telediarios ocupados en banalidades para que no veamos la realidad como si fuésemos una sociedad menor de edad. La radio televisión pública, como si tuviese oyentes infantes a los que proteger, no habla de muertos, no entrevista a las familias de los damnificados, sólo trasmite un impostado florilegio de noticias felices. El Gobierno, con el presidente a la cabeza, se empeña durante siete semanas en hablarnos por televisión como un entrenador de colegio a los niños antes de afrontar el partido de los sábados.

Las noticias de los aplausos de las ocho, los emprendedores con sus apps para frenar la epidemia, las empresas de 3D que fabrican respiradores, los niños que dibujan mensajes de ánimo o los abnegados sanitarios entrevistados ya no son capaces de tapar el ruido de un país que llora. Un llanto por los muertos, un quejido por lo que morirán y muchas lágrimas por los mayores que viven muertos de miedo. Un inmenso silencio atronador por los miles de ancianos muertos en la absoluta soledad sin ningún familiar al que darle la mano, por los cientos de miles de españoles que no han podido dar el último adiós a sus padres o por el pánico que hoy sienten los que tienen más de 60 años porque no llega la ansiada vacuna.

A pesar de eso, los crespones negros que se usaron en situaciones menos dramáticas parece que ya no son necesarios. El luto ha sido ocultado por una naif moral de victoria, como si bastase con eso para vencer a la enfermedad más letal en dos siglos. Y las banderas siguen sin estar a media asta.

La versión más aceptada sobre el origen de la expresión “a media asta” reside en la tradición greco-romana que representa a la muerte con una columna rota sobre la tumba de la persona. Algo así como que la vida del fallecido ha sido sesgada antes de tiempo. Dicen los estudiosos de esa época que este tipo de columnas “a media asta” en los cementerios significaban la tristeza por una existencia truncada. Pero también la ruina de los que sobreviven ante la descomposición de los pilares que nos sustentan.

Precisamente como esos griegos nos sentimos muchos hoy en España. Tristes por tantas muertes, pero descompuestos ante el estado en el que se encuentran los pilares que nos sustentan: la familia, el trabajo y la libertad. ¿Acaso no se están desmoronando las familias con tantas muertes; nuestra economía con tanto confinamiento o nuestras libertades con tanto estado de alarma? Asi que, por favor, quienes tengan la responsabilidad pongan la bandera a media asta.

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR

lunes, 27 de abril de 2020

La casa del terror.


(este artículo se publicó originalmente el domingo 26 de abril en el suplemento Actualidad Económica del periódico El Mundo)

Desde que comenzaron los contagios por coronavirus en China se puso de manifiesto que el grupo más vulnerable era el de las personas mayores. La pandemia del Covid-19 se ha cebado especialmente con los adultos nacidos con anterioridad a 1960, como por desgracia hemos comprobado en nuestro país. Los datos de letalidad en España, pero también en Italia, demuestran que el 95% de los fallecidos por el virus, durante el mes de marzo, tenían más de 60 años, aunque esa cohorte sea menos de la mitad de los casos confirmados.

Italia y España son dos de los países con la mayor esperanza de vida del mundo según la OMS, además de sociedades con un porcentaje superior al 20% de mayores de 65 años sobre el total de la población.  Ambos países gozan también de sólidos sistemas sanitarios y de previsión social lo que, unido a su clima y dieta, les ha situado en cualquier estadística como los mejores países para envejecer junto a Japón o Suiza.

Pero la pandemia ha deformado esta realidad como esos espejos de los parques de atracciones. Lo que antes era longevidad, hoy es letalidad. Lo que hace muy poco era el país con mayor calidad de vida del mundo para The Guardian, se ha convertido en el que más muertos por habitante tiene por coronavirus. El envidiado sistema de cuidados ha pasado a ser garantía de contagio. La atención sanitaria universal se ha trasformado en el triaje para los ancianos. El respeto por los mayores ha mutado en dramática discriminación por la edad. Lo que era seña de identidad de esta parte de Europa, la gran familia, se ha trasfigurado en mayores muriendo en la más absoluta soledad.

La primavera de 2020 será recordada como aquellos meses que convirtieron a España (pero también a Italia, Francia o Bélgica) en la Casa del Terror. Semanas y semanas con centenares de mayores de 60 años fallecidos cada día hasta sumar -a la fecha de este artículo- más de quince mil. En Madrid cinco mil ancianos muertos solamente en residencias de ancianos y en Cataluña el virus ha infectado a 600 centros del millar existentes. La pandemia ha trasformado el país que según Bloomberg era el más saludable del mundo, en el territorio de los horrores. Mientras millones de españoles e italianos sin dolencia alguna zanganeaban en Netflix, sus padres agonizaban solos en abarrotados hospitales. A la vez que los menores de 50 años consumíamos compulsivamente absurdos memes, nuestras madres o tías eran desahuciadas en oscuras habitaciones de residencias. El mundo al revés: los sanos en casa calentitos y los ancianos en la fría calle. Como esas atracciones en las que entras y los espejos te devuelven tu imagen deformada, nuestro idílico país trasmutado en un monstruo.

El coronavirus ha puesto en evidencia la fragilidad de las instituciones que nos hemos dotado para gestionar el imparable envejecimiento de la población. Mayores conviviendo con cadáveres en residencias de la tercera edad, la negativa a atender a adultos mayores en muchos hospitales, los cuidados paliativos como único tratamiento recibido por los enfermos de edades altas, la muerte de muchos de ellos en sus casas -solos- sin recibir atención alguna, el aislamiento forzado ante el duelo, o en general el edadismo imperante nos alertan de la necesidad de actuar.

No puede olvidarse que en países como España dos de cada diez personas ya tienen más de 65 años, pero en diez años estas cifras alcanzarán el 30% de la población. Entonces los que en esta crisis sanitaria hemos respirado tranquilos porque no somos viejos, ya perteneceremos a esa cohorte de edad. ¿Quién nos asegura que otra enfermedad global no volverá a surgir en muy poco tiempo? Si eso pasa y sólo nos dedicamos a pagar las facturas de esta crisis -que no serán pocas- los recursos serán mucho menores que ahora además de repartirse entre mucha más población envejecida. Entonces, nosotros, los que hoy nos consideramos a salvo del virus sólo por la fecha de nacimiento de nuestro DNI seremos los siguientes inquilinos de los tanatorios.

Esta lacerante situación ha de suponer un aldabonazo para promover cambios por ejemplo, renovados servicios que permitan una mejor atención a la dependencia en la vejez o normas que impidan la discriminación por edad. Qué duda cabe que aquellas instituciones que se adelanten a esta tendencia serán premiadas por la historia.

También habrá que analizar y aprender porqué italianos y españoles hemos sufrido más que los suizos o japoneses. Ahora no podemos responder si por las decisiones de nuestros gobiernos, nuestra indisciplina social, por un sistema de cuidados masificado o un modelo de macroresidencias inasumible, sin olvidar la ausencia de profesionales y servicios de calidad para la vejez. O quizás como afirman en la Universidad de Bonn simplemente porque las personas de entre 30 y 49 años que viven con sus padres superan el 20% en nuestros países mientras que en Alemania son poco más del 10%.

La casa del terror de cualquier feria de pueblo español da pánico a los niños que la visitan precisamente porque está abandonada. Fue una gran mansión con todos los lujos, pero por alguna razón empezó a echarse a perder y se convirtió en un lugar inhóspito en el que la vida y la alegría ha sido sustituida por la muerte y la zozobra. Ojalá que esta pesadilla del coronavirus nos permita arreglar nuestra casa para que el terror de estos días sea sustituido por el bien común.

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y ha publicado recientemente el libro La Revolución de las Canas.


lunes, 20 de abril de 2020

Mutter Angela

(este artículo se publicó originalmente el día 20 de abril de 2020 en el periódico 20 Minutos)

A nuestros nietos les contarán en la escuela que en las primeras décadas del siglo XXI gobernó Alemania una mujer excepcional. Todavía es pronto, pero pasarán los años y los libros de texto hablarán de una Canciller que fue capaz de acertar en los momentos más complicados. Quizás porque nunca tuvo una vida fácil, Angela Merkel se crece en la adversidad. Ahora en plena pandemia lo ha vuelto a hacer.
Merkel, hija de pastor protestante, pasó su infancia y juventud en la complicada Alemania comunista de la posguerra. Tras doctorarse en física y coincidiendo con la caída del muro de Berlín descubrió su vocación política. Pero nunca fue especialmente querida entre sus correligionarios del centro derecha germano, dicen que por ser mujer y no católica. Tampoco ayudaría la denuncia que hizo de la corrupción de sus antecesores y mucho menos cuando negoció y logró una coalición con los socialistas alemanes en 2005. Han pasado quince años, pero mutter Angela, conocida así por su capacidad de comportarse como una madre para los alemanes, no ha perdido las ganas de dar lecciones.
Hace unos pocos años con miles de refugiados llamando a las puertas de Europa (y la xenofobia ganando adeptos) fue la única que se atrevió a defender la inmigración con hechos, no solamente con palabras: un millón de musulmanes pudieron llegar a Alemania para trabajar. O recientemente cuando apartó fulminantemente a un miembro destacado de su partido por coquetear con la idea de pactar con una agrupación de simpatizantes nazis. Ángela en su papel de mutter volvía a regañar a los alemanes por no avergonzarse lo suficiente de su reciente pasado populista.
Ahora en plena crisis sanitaria, con el desempleo creciendo y el PIB en caída libre, en Alemania un debate ha prestado estos días toda la atención. “Si la mayoría de los afectados por el virus son los mayores, por el bien de la economía ¿no deberían estar confinados solamente ellos?”. Financieros, científicos y destacados políticos de todo color se unieron al coro de “permitir que los más jóvenes salven Alemania”. Hasta que Merkel habló. La canciller presentó esta semana su plan para salir del confinamiento, pactado con todos los länder alemanes, en el que dejó claro que los mayores son parte de la sociedad y no pueden ser discriminados por su edad. Para la “madre de Europa” en una sociedad de valores los jóvenes ayudan a los mayores y los sanos a los enfermos para que nadie quede atrás. Por si fuera poco, zanjó la polémica considerando inaceptable ética y moralmente encerrar a los mayores para que los demás vuelvan a la normalidad.  
Si alguien está sufriendo la epidemia son los mayores, 9 de cada 10 fallecidos en España tienen más de 60 años. Lo que menos necesitan es que los que han pasado el confinamiento abotargados viendo memes o Netflix les acusen de hundir la economía. Pero ¡claro! estas palabras tan duras solo se las permitimos a nuestras madres.  

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR

sábado, 18 de abril de 2020

Otro día de perros

(este artículo se publicó originalmente el día 15 de abril de 2020 en el periódico La Información)

Al parecer la expresión «hace un día de perros» que usamos cuando el tiempo es malísimo, tiene su origen en una estrella de la constelación canis. En la época del año en la que se veía esa estrella comenzaba el calor o lo que entonces se llamaba canícula. Eso fue hace miles de años y con el paso de los siglos un tiempo de canícula pasó a ser un tiempo de canes o lo que es lo mismo de perros. A su vez de calor extremo se pasó a condiciones atmosféricas extremas: frío, tormentas o calor africano. Te cuento todo esto porque tras cinco semanas de confinamiento la expresión va a tener que volver ampliar a su significado. Me explico. Un día de perros no será sólo un día de mal tiempo, sino un día malo para todos los que no tienen perro

Después de más de un mes de encierro por el coronavirus, hoy volverá a ser un día de perros. Si eres perro no existen restricciones a tu movilidad, si eres dueño de un perro puedes salir a la calle, si tienes can en casa no hay problema alguno en abandonar tu hogar varias veces al día. Pero si tienes un hijo menor de edad nada de salir. Si hoy eres un niño en España no puedes correr al aire libre ni estirar las piernas fuera de tu domicilio. Eso es sólo para perros.

Igual no extraña que alguno tomará esta decisión a la luz de estos datos. En España según el INE hay algo menos de siete millones de niños menores de 14 años frente a más de trece millones de mascotas. De hecho, hasta que llegó la pandemia en Madrid, Valencia o Bilbao había el doble de posibilidades de cruzarse por la calle con un perro que con unos padres con un bebé. Exactamente en Madrid 270.000 perros frente a 140.000 niños menores de cuatro años. Hoy las probabilidades en cualquier ciudad española son del cien por cien de salir a la calle y encontrarte con un can y de cero por cien de tropezar con un niño. 

Seguro que tampoco le extrañó al que tomó la decisión que los padres aceptarán abnegados en el primer decreto del Estado de alarma la excepción de los perros. Pero llegará el día en el que ese responsable tendrá que explicar por qué es mejor que las mascotas pisen la calle que los niños. Los perros no van al baño como los niños podría ser un argumento. O que los niños contagian el virus y los animales no. Pero acaso tener un niño cinco semanas en casa sin que le de el sol o pueda corretear no es tan peligroso como dejar a esas mascotas sin salir. ¿Es peor un perro ensuciando una casa o un niño enriqueciéndose? ¿Tienen más derecho los dueños de mascotas que los sufridores padres que tras 30 días en casa ya no saben qué hacer con sus hijos? ¿Nadie pensó que los padres podían garantizar en las salidas de sus hijos las medidas de protección? ¿o es que los que pasean perros no contagian a nadie y sí los que pasean a sus hijos?

El BOE vuelve a anunciarnos más días de perros. Otras dos semanas en las que millones de niños españoles no podrán salir de casa. De nuevo las familias cumplirán la ley a pesar de la discriminación que supone. La pandemia pasará y los mismos que no han pensado en la salud de estos niños dejándolos encerrados en sus casas, no tengo duda que se atreverán a defender en sus discursos a la infancia. Pero muchos padres ya no se quedarán impávidos como con el primer estado de alarma y entonces actuarán.

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR    

lunes, 6 de abril de 2020

No hay harina



(este artículo se publicó originalmente el día 6 de abril de 2020 en el periódico 20 minutos)

Moler el trigo hasta convertirlo en harina lleva haciéndose miles de años. Al principio con una piedra, luego con un molino de viento y ahora en impecables fábricas. El trigo es el cereal que domina los campos de esta parte del mundo, por eso se pierde en la historia el momento en el que sus semillas comenzaron a ser usadas en la alimentación. Pero es cuando se trituró por primera vez y apareció una masa que se llamó harina, dicen que en Mesopotamia, cuando pasa a convertir en un elemento esencial de nuestra dieta. El pan sin harina no puede hacerse y el pan es todo como dice su etimología griega. Pero ya no nos damos cuenta porque compramos el pan fresco, congelado o precocinado y además en cualquier sitio, hasta en las gasolineras. Lo adquirimos así, ya hecho; nadie ve cómo se mezclan sus ingredientes, se amasa y luego se mete en un horno, por eso el recuerdo del blanco elemento se ha ido borrando de nuestras cabezas.

Ahora encerrados por el coronavirus, sin prisas y como todo el tiempo por delante, hemos redescubierto muchas cosas y una de ellas es la harina. Tal es así que estos días en las estanterías de los supermercados las baldas donde solía colocarse, están vacías. “No hay harina” se escucha comentar a los dependientes. Y esto ha sucedido en muchas tiendas de nuestro país, da igual en el norte que en el sur, en el mediterráneo que el atlántico. Los encerrados nos hemos abastecido de ella compulsivamente. ¿Por qué oculta (y maravillosa) razón queremos aprovisionarnos de harina en un situación tan dramática? ¿Por qué se acaba la harina y no la carne o el pescado?

Con harina hacemos bizcochos, con la harina se consigue esa receta que te han recomendado para hacer las mejores tartas, sin harina no puedo cocinar esos dulces que tanto gustan a los niños. Pero sobre todo porque sin harina no podríamos compartir con nuestros hijos o con nuestros seres más cercanos unas horas juntos en la cocina para conseguir el milagro de convertir unos ingredientes insulsos en un sabroso pastel. La harina ha conseguido unir, por primera vez en mucho tiempo, a muchas familias unos minutos para hacer algo juntos. Nos ha sacado de la pantalla de nuestros móviles para arrimar el hombro aunque sea por un objetivo tan vano como hacer unos deliciosos brownies.

La harina se agota y es una buena noticia, una de las mejores de estos días tan horribles que nunca olvidaremos. En medio de la tragedia, de cientos de muertos diarios, de amigos que han perdido a sus padres o de viudas que no pueden ser consoladas, el hecho de remangarte con tu hija o tu hermano y esparcir un poco de harina con unos  huevos y algo de levadura, nos reconcilia con lo más importante, que como este Domingo de Ramos ha recordado el Papa Francisco, la vida no sirve si no se sirve.

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR

jueves, 2 de abril de 2020

La empresa en los tiempos del coronavirus

(este artículo se publicó originalmente el día 31 de marzo de 2020 en el periódico El Economista)


Una novela dedicada al verdadero amor. Así se ha definido el libro de García Márquez “El amor en los tiempos del cólera”. Un hombre espera cincuenta años para recuperar a su amada, todo ello ambientado en un lugar devastado por la epidemia del cólera. ¿Cómo era posible amar en ese momento histórico? ¿Cómo es posible hoy pensar en otra cosa que no sea la emergencia sanitaria? La respuesta a ambas cuestiones es la misma: se puede y se debe.

La crisis del covid-19 ha paralizado el mundo y de repente las prioridades son otras. Lo importante es no morir, no hacer que nadie muera, no contagiar ni contagiarse. Por eso el estado de alarma, el confinamiento y el cierre de una gran mayoría de los comercios de cara al público. En principio el sector educativo, luego la restauración y los minoristas para posteriormente en cascada ir parando prácticamente todas las industrias. Las consecuencias se sufrieron inmediatamente en los mercados financieros y por tanto en la valoración de las empresas cotizadas. En la misma semana llegaron los primeros despidos que hoy colapsan las oficinas estatales de empleo. En breve el pulmón de las empresas más frágiles se acabará y comenzarán los concursos de acreedores y los cierres patronales, porque prohibir despidos o los permisos retribuidos no pararán la hemorragia. Todo con un abrumador y cada día más frágil consenso en que las duras medidas de aislamiento son las necesarias para frenar la pandemia y evitar más muertes. La economía, como miles de españoles, en la UCI. Pero el pulso de nuestra economía sigue latiendo gracias al teletrabajo y la necesidad de seguir abasteciendo a los millones de encerrados. Hasta aquí nada nuevo. Quizás para algunos sí lo sea que empresas españolas de toda tamaño y sector han reconvertido su actividad para fabricar mascarillas o respiradores. Igualmente que emprendedores se están movilizando de manera altruista bien para digitalizar pymes que sino cerrarán, bien para dar herramientas de big data a los hospitales. Grandes corporaciones de capital español están usando sus redes logísticas y capacidad financiera para, sin pedir nada a cambio, ayudar al sistema sanitario. Directivos dedican estos días todo su tiempo a movilizar recursos para salvar empresas con herramientas financieras de impacto social.
Pero desde este fin de semana nos encontramos en una nueva encrucijada: parar definitivamente la economía endureciendo el confinamiento o permitir que la actividad económica siga bajo mínimos. Los que defienden la primera opción, la hibernación, quieren evitar contagios causados por las personas que siguen trabajando pero quizás no tienen en cuenta que gracias a muchos de esos trabajadores ninguna localidad y ningún español ha estado desabastecido o ha dejado de disfrutar servicios de energía, agua o telecomunicaciones. Igual tampoco han reparado en que este débil pulso de la actividad empresarial está permitiendo que millones de españoles sigan con empleo aunque sea en remoto. Tal vez no son conscientes de que se ha levantado toda una ola de solidaridad liderada por empresas que también sufren. 

Antes de que nos demos cuenta la Semana Santa habrá pasado y el elefante seguirá en la habitación y tendremos que responder a la gran pregunta ¿seguir o no seguir con la economía parada? Somos muchos los que pensamos que tomar el camino del cierre total es llevar la economía a un coma inducido que en medicina es siempre la última opción para un enfermo por el riesgo de irreversibilidad.

Gabriel García Márquez consiguió hacer creíble en plena epidemia del cólera una historia sobre el verdadero amor que dio lugar a su premiada novela. Hoy, a pesar de lo que piensen algunos ministros una gran mayoría de empresas están mostrando la verdadera cara de la actividad económica. Empresarios y trabajadores que cuidan de sus familias la vez que trabajan, aunque nadie se lo pida. Cientos de miles de autónomos que seguirán pagando sus cotizaciones a pesar de no tener ingreso alguno. Corporaciones que evitan los ERTEs a costa de sus dividendos, CEOS que no duermen para buscar un resquicio que permita no despedir a nadie, altos directivos que se recortan sus salarios o multinacionales que se ponen a disposición de los gobiernos. Emprendedores empeñados hasta las cejas que no pueden dejar de trabajar no para pagar sus deudas sino para buscar soluciones de emergencia para las consecuencias del covid-19.

No han pasado ni tres semanas de confinamiento pero parece ya una eternidad. Entonces el debate era cómo conseguir empresas con propósito. Desde las grandes instituciones y los foros más relevantes del mundo se nos decía que había que reinventar el capitalismo; conseguir una economía de mercado inclusiva que no dejase nadie atrás; pensar menos en el dividendo y más en el compromiso con las comunidades. Había que aspirar a ser una empresa ESG (por sus siglas en inglés: environmental, social and governance). Ha tenido que venir esta pandemia para conseguir todo lo anterior y descubrir la verdadera empres:  la que sufre a la vez que la sociedad a la que sirve o la que se sostiene nuestro bienestar en contra de sus intereses.
Ojalá dejemos que empresas y directivos españoles sigan mostrando esa verdadera cara de la actividad económica aunque sea en los tiempos del coronavirus. Esta vez les premiará la historia.

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR