lunes, 31 de agosto de 2020

¿Quién cuida a las empresas? Las catástrofes que no se ven

 (este artículo se publicó originalmente el 31 de agosto de 2020 en el diario 20 Minutos)


El final de agosto ha traído inundaciones e incendios; casas anegadas por las tormentas, pueblos desalojados por las llamas, pero por suerte también bomberos trabajando a destajo. Miedo y destrucción mitigada por policías, bomberos y miembros del ejército. Sin embargo, en las noticias de este verano además de catástrofes naturales he encontrado otros fenómenos que también están ya generando miedo en España y -si no hacemos nada- también destrucción. No pienses que hablo de los rebrotes de la pandemia, una suerte de espada de Damocles que nos ha acompañado estos meses impidiéndonos como en el mito griego disfrutar de los banquetes de Siracusa (las vacaciones) por el temor a que la afilada arma (el coronavirus) sostenida por un único pelo de la crin de un caballo (la gestión de la crisis sanitaria) se cayese sobre nuestra cabeza (un nuevo confinamiento). No. A fuerza de leer contagios y observar nuevas medidas nos hemos acostumbrado a vivir con esa amenaza porque además confiamos en que los médicos con los nuevos tratamientos y los científicos con la vacuna nos salven. Me refiero a una catástrofe quizás menos evidente pero igualmente destructiva si nadie nos ayuda. La destrucción del tejido empresarial español.

Por mi trabajo no dejo de leer la actualidad empresarial cada día y he seguido con tristeza las noticias de una gran empresa española en apuros. Duro Felguera forma parte de la historia empresarial de nuestro país. Fundada en Asturias a mediados del siglo XIX ha sido capaz de evolucionar con los tiempos, de la extracción del carbón a la siderurgia pasando por la producción de bienes de equipo y en la actualidad la gestión de complejos proyectos energéticos. No sin problemas, Duro Felguera ha sobrevivido a guerras, crisis, éxitos y fracasos. Pero ahora un virus de nombre covid19 puede acabar con mas 160 años de historia y lo que es peor dejar sin empleo a más de 2400 familias y privar a España y Asturias de una empresa multinacional e innovadora que ganaba dinero antes de la pandemia.

El coronavirus tiene a los médicos, las catástrofes a los bomberos, pero quién atiende a las empresas en apuros. Francia ha anunciado esta misma semana un plan de 100.000 millones para salvar empresas. Alemania ha aumentado estos días la dotación a su fondo billonario para salvar sus industrias nacionales. España creó a finales de julio el Fondo de Apoyo a la Solvencia de las Empresas para aquellas compañías con fuerte aportación social y económica afectadas en su continuidad por la pandemia. Tenemos la suerte de vivir, como reza nuestra Constitución, en un estado social y de derecho; o lo que es lo mismo que la ley es garante del bien común. Por eso tenemos médicos y policías, hospitales y pensiones; pagadas por los impuestos de todos los que trabajamos. Pero sin empresas en las que emplearse nada de eso sería posible. Qué buena oportunidad para consolidar nuestro Estado del Bienestar salvando empresas como Duro Felguera u otras que como las del sector aeronáutico ya no aguantarán mucho más la crisis del turismo. Qué buena oportunidad para demostrar que las empresas sí tienen quien les cuide cuando vienen malas. Qué buena oportunidad para entender que el bien común se construye desde la colaboración público-privada.

 

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR)

domingo, 30 de agosto de 2020

Qué difícil trabajar en España en agosto

(este artículo se publicó originalmente el 28 de agosto de 2020 en el diario La Información)


El mes de agosto es propicio para los excesos. El calor junto al bajón de la actividad lleva a medio país durante el día a sestear o estar en remojo y en cambio aprovechar el fresco de la noche para todo tipo de actividades. Es un mes en el que predomina el hedonismo y este año, a pesar de la pandemia, ha seguido siendo así. Pocas dudas caben que detrás de una gran mayoría de rebrotes de la covid19 han estado las celebraciones en pueblos y ciudades de las ferias agosteñas o las fiestas nocturnas de jóvenes y no tan jóvenes. Pero, como en el mito, nos hemos dejado engañar por los cantos de sirenas que nos pedían disfrutar del verano como siempre y ahora nos ahogaremos. La realidad es que nos teníamos que haber atado al mástil como lo hizo Ulises para no caer en la tentación del hedonismo. Las sirenas del mito griego regalaban los oídos de los marineros que embelesados querían acercarse más y más a las ninfas marinas para finalmente morir ahogados. Por eso el dios heleno pidió ser atado en el palo mayor para jamás bajar al mar con las sirenas. Pero este verano parece que hasta hemos interpretado mal el ejemplo de la tripulación de Ulises que se pusieron tapones de cera para sobrevivir y hemos estado sordos, pero no para la llamada al disfrute sino para escuchar los avisos que nos alertaban del peligro.

Y no han sido pocos. Primero fue el informe de coyuntura con los datos del desplome del PIB en más de un 18%, luego el adelanto de la caída de la recaudación en casi un 20%, el informe de la CEOE tasó en un millón y medio los empleos perdidos por el confinamiento y finalmente la AIREF alertó que más de 22 millones de españoles viven del Estado (3.5 millones de funcionarios, 10 millones de pensionistas, 4 millones de trabajadores en ERTEs y cerca de 5 millones de desempleados cobrando subsidios o nuevas ayudas). Pero nosotros con tapones de cera no oíamos nada porque lo importante era divertirse en agosto.

 

Detrás de este comportamiento de los españoles este verano quizás hay algo más que despreocupación, por ello convendría, a la luz de los datos de la AIREF, repasar algunas viejas teorías para entender mejor qué puede estar pasando en nuestro país. La ética del trabajo es la creencia en que el trabajo en sí es un valor moral. Desde el siglo XVIII polímatas como Benjamín Franklin o ya en el XX filósofos como Max Weber defendieron que el trabajo bien hecho es una virtud ya que tiene un beneficio social y una capacidad inherente para fortalecer el carácter. De modo y manera que aquellas sociedades que priorizan el trabajo y lo ponen en el centro de la vida individual y social están llamadas a lograr ambiciosas metas frente a los territorios hedonistas destinados al fracaso más absoluto. Los países con amor por el trabajo tienen ciudadanos (empleados) satisfechos y respetables que alinean sus objetivos individuales con los sociales.

 

Para el alemán Max Weber esa ética explica el comportamiento exitoso del empresario capitalista en territorios con fuerte implantación del protestantismo. De modo y manera que la actividad emprendedora tradicionalmente ha tenido mayor auge en aquellas áreas geográficas en las que predominaba la ética calvinista debido a que -frente a los católicos- la asunción de riesgos y la búsqueda del enriquecimiento están bien valorados socialmente. Weber lo llamó racionalismo económico que puede resumirse en el deber profesional o si se quiere en el gusto por el trabajo y por el ahorro.

 

El conocido como padre de la patria en Estados Unidos, Franklin, es citado en la obra de Weber “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” para reafirmar su argumentación. Para el fundador de los Estados Unidos actuales, la tarea de aumentar constantemente el patrimonio es un deber moral, no como un medio para obtener placer y disfrute, sino como un fin en sí mismo. Este hecho para Benjamín Franklin tiene un origen religioso, de hecho, menciona un pasaje de la Biblia para ilustrar sus ideas: «si ves a un hombre atento en su profesión, ése puede presentarse ante los reyes». Esto explica que una profesión, como una actividad por la cual se obtiene cada vez más dinero, es vista en esta teoría “como la expresión de la entrega total no solo al trabajo, sino también como un deber revelado por Dios y como suma virtud religiosa”.

 

Volviendo al informe de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal qué difícil será, más allá del componente religioso, promover una cultura de la ética del trabajo en nuestro país con tan pocos españoles trabajando. Lo grave no es que en agosto casi nadie haya trabajado, bien sea por las vacaciones o por la crisis del turismo, sino que la tormenta perfecta (que explica magistralmente el economista Ignacio Marco-Gardoqui) está ya aquí. A saber: desempleo masivo, pobreza máxima, envejecimiento poblacional, recaudación mínima y recesión inaudita. Si traducimos esto a números, la realidad hoy en día es que la mitad de los 47 millones de españoles viven de lo público, exactamente el Estado es el empleador/pagador de 22,650 millones de personas, que suponen el 48'90% de la población española. Mientras tanto la población ocupada -sin contar los funcionarios- apenas son 14 millones, es decir solo una de cada tres personas trabaja en nuestro país o si lo prefieren el 70% o vive del Estado o de su familia, pero no de su trabajo. Difícil no, imposible, promover así una ética del trabajo. Difícil no, imposible lograr, en este mes de agosto de la pandemia, un país emprendedor y decente (en su cuarta acepción de la RAE). Difícil no, imposible jugárnoslo todo a la ficha del plan europeo Next Generation. Porque el problema seguirá ahí y no es otro que cada vez es más difícil trabajar en nuestro país.

 

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR

martes, 18 de agosto de 2020

La noche me confunde


 (este artículo se publicó originalmente el día 16 de agosto de 2020 en el diario 20 Minutos)



Tengo dudas de si tanto eslogan de autoayuda en las comunicaciones gubernamentales ha sido bueno. Del «todo va a salir bien» pasando por el «saldremos más fuertes» los españoles hemos recibido un chute diario de refuerzo de autoestima durante la pandemia. Hasta el presidente Pedro Sánchez se empeñó en sus comparecencias televisivas semanales (veinte consecutivas) en expresarse como un híbrido de psicoterapeuta argentino y guerrero de las Termópilas con eso de «a este virus le ganamos entre todos (y todas)». El resultado ha sido que este verano miles de españoles se han lanzado a los brazos de la noche como si no hubiera un mañana. El mensaje bélico del gobierno funcionó, pero ha llevado a que demasiados conciudadanos pensaran que gracias a su esfuerzo habían derrotado a la pandemia y ahora tocaba desquitarse de tanto sacrificio en la batalla.  Quizás no toda la culpa la tienen esos eslóganes y hay que achacar una parte al largo confinamiento que nos mantuvo en casa sin salir tanto tiempo o simplemente la causa está en el termómetro y la combinación verano-vacaciones, pero este año, está claro, la noche nos confunde. 

 

La televisión ha cincelado la cultura popular de las generaciones nacidas en el siglo pasado, muchos recordaréis, hace unos años en España, cuando un personaje, de nacionalidad cubana, novio de una conocida folclórica, dijo en un programa de máxima audiencia para justificar sus infidelidades «la noche me confunde». Desde entonces esa frase (con acento caribeño) forma parte de nuestro bagaje y la usamos irónicamente para expresar una torpe y caradura excusa tras una mala conducta. Y ahora, me temo, que a la vista de las estadísticas sanitarias tenemos que pronunciarla de nuevo.

 

Nada más lejos de mi intención que criminalizar a un sector como el del ocio nocturno que genera más del uno por ciento del producto interior bruto del país y emplea a cientos de miles de trabajadores. A más a más, si incluimos en el análisis de la industria de la noche otros efectos inducidos ese porcentaje aumenta considerablemente. Por ejemplo, piensa cómo la oferta nocturna ayuda a que nuestro país sea uno de los más visitados del mundo, pero también una de las naciones donde cualquier joven quiere vivir (uno de los destinos más demandados de los universitarios Erasmus lleva años siendo España). Pero lo cortés no quita lo valiente y esta vez, por muchos ingresos que se generen, nos hemos pasado. Las fiestas tras la selectividad (EBAU), los botellones en parques, las moragas playeras, las copas a la fresca, los gin-tonics después de cenar, las terrazas a reventar y en general los vehementes reencuentros (bien regados) con amigos a la luz de la luna, están detrás del aumento del crecimiento exponencial de la curva de contagios por la covid19 en julio y agosto.

 

La desescalada nos confundió y nos ha llevado a pensar que la pesadilla había acabado y que ahora tocaba divertirse. Pero ni la crisis sanitaria ha terminado ni la crisis económica ha manifestado aún toda su fuerza. Pero como recuerda el jesuita Daniel Villanueva, es absurdo buscar responsabilidades en lo público mientras somos irresponsables en lo privado, «es vital comprender que de mi actitud privada con mi gente depende la salud de todos; es importante lo que haga el gobierno, pero eso no disminuye ni mucho menos sustituye mi responsabilidad y esa sí está en mi mano». El responsable de la ONG Entreculturas insiste que el bien común no se logra desde el solipsismo de sólo existo yo y los demás están para servirme. Esta defensa de la responsabilidad individual no supone restar ni un ápice de presión hacia nuestros gobernantes, pero, por desgracia, últimamente todo lo resolvemos acusando a los políticos -sean del color que sean y gobiernen donde gobiernen- sin darnos cuenta de que todo empieza en nosotros mismos. Así que, por favor, ahora que ya no nos confundirá la noche gracias a las nuevas restricciones, que no nos confunda nuestro ego.

 

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR)


sábado, 1 de agosto de 2020

El tsunami de la segunda ola del virus

(este artículo se publicó originalmente el día 31 de julio de 2020 en el diario La Información)



Los sismólogos, tras estudiar el funcionamiento de los tsunamis, concluyeron que antes de la llegada de la gran ola que destruye todo lo que se le pone por delante, aparecen algunos indicios, como por ejemplo una bajada súbita e intensa de la marea. Aun conociendo este hecho, los expertos inciden que en ese momento es muy improbable tener tiempo para escapar de la destrucción de una ola gigante. Puedes saber lo que te espera, pero no puedes hacer nada para evitarlo. Ahora, con la covid19, no sabemos lo que nos espera, pero si podemos hacer algo para evitarlo.

Un equipo del Centro de Investigación y Políticas de Enfermedades Infecciosas (CIDRAP) de la Universidad de Minnesota en Estados Unidos ha previsto tres escenarios para una segunda ola de la pandemia en el caso de que la vacuna que nos inmunice no llegue a tiempo. El primero, muy mortífero, como pasó con la gripe española de principios del siglo pasado, será una nueva pandemia mucho peor que la actual que dejará millones de víctimas en todo el planeta. La segunda posibilidad es un fuerte rebrote, pero no al nivel del pico de la emergencia sanitaria pasada. El último, el más optimista, prevé la práctica desaparición del peligro vírico con apenas contagios y fallecidos en el futuro próximo. Pero, y aquí lo interesante, el informe concluye que, aunque no sepamos qué va a pasar “los mensajes de los gobiernos deberían incorporar que esta pandemia no terminará pronto y que la gente necesita estar preparada para posibles resurgimientos periódicos de la enfermedad en los próximos dos años con puntos calientes que irán apareciendo en diversas áreas geográficas”.

En nuestro país, la multitud de rebrotes este verano y el aumento exponencial de las tasas de contagios nos han convertido en esos puntos calientes que habla la Universidad de Minnesota y nos hacen también temer lo peor. Pero nadie puede saber a ciencia cierta si en octubre la pandemia regresará más fuerte que en marzo. Lo único que sí podemos conocer son las lecciones aprendidas de la crisis sanitaria de esta primavera e intentar aplicarlas para evitar caer en los mismos errores. Un equipo de investigadores, entre los que me incluyo, y por encargo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) hemos detectado varios aprendizajes a aplicar en los sistemas de atención a la longevidad, puesto que es la cohorte de edad con mayor letalidad por el coronavirus. Conviene recordar, en este momento, que son abrumadora mayoría, en este parte del mundo, las víctimas mortales del virus mayores de 80 años, con patologías previas y viviendo en instituciones residenciales.

Los puntos de fragilidad para la población adulta mayor conforme el análisis de lo ocurrido estos meses son los siguientes:

1. La descoordinación de los sistemas sanitarios y sociales. La sanidad española ha funcionado bien, pero en cambio los servicios sociales como residencias, centros de día o servicios de ayuda a domicilio han padecido la desconexión con el sistema sanitario lo que ha dejado desamparados a muchísimos mayores.

2. La falta de armonización de los protocolos y normativas de los sistemas de atención a la longevidad. No sólo en los diferentes niveles competenciales: estatal, autonómico, provincial o local sino también entre lo público, lo privado y lo concertado. El mando único no ha significado instrucciones y recomendaciones únicas e inmutables.

3. El no detectado impacto letal de la soledad. La distancia física ha sido aplicada para proteger a los más mayores, pero en ocasiones ha funcionado como una suerte de tortura de distancia social con dramáticas consecuencias que iremos viendo poco a poco. Muchos ancianos no han muerto por la alerta sanitaria, pero languidecen por la soledad impuesta y por el alarmismo de su entorno y los medios de comunicación.

4. La ausencia de una suficiente oferta de calidad de bienes y servicios para los adultos mayores. Un estado de emergencia o una pandemia no puede dejar sin atención a millones de mayores que precisan de ayuda domiciliaria o asistencia para la dependencia en el hogar. Nuevas empresas, pero también nuevos profesionales, centros públicos y más acciones de voluntariado han de ofrecer servicios básicos y robustos a los mayores en el marco de la conocida como economía plateada o ageingnomics.

5. La falta de concienciación y responsabilidad personal. Las crisis sanitarias serán recurrentes en el futuro, como alerta el CIDRAP, lo que exigirá estar preparados también en el plano personal. Ser precavidos significara en el futuro tener ahorros, sistemas de previsión social, hogares adaptados y seguir las recomendaciones del envejecimiento activo.

En unos meses conoceremos las conclusiones definitivas de nuestra investigación y será el momento de profundizar y matizar estos aprendizajes que ahora anticipo. Ojalá que a diferencia de lo que sucede con los tsunamis, nos dé tiempo a aplicar esas lecciones y protegernos ante una nueva destructiva ola vírica, llegue o no llegue, este otoño.

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR