(este artículo se publicó originalmente el día 29 de abril de 2021 en el periódico La Información)
No es fácil ir contracorriente.
Tener el viento en contra no ayuda, ni en la bicicleta, ni en otras actividades
de la vida. Pero en ocasiones la corriente te puede arrastrar donde no quieres
y un excesivo viento a favor puede hacerte encallar. Es el caso que nos ocupa
en esta columna. Nadie quiere usar el término lobby y mucho menos definirse
como tal. Y aunque la Real Academia de la Lengua la ha admitido en su
diccionario como sinónimo de grupo de presión, catalogarse como lobby es ir
contracorriente. A parecer todos los lobistas son malos, oscuros y por supuesto
corruptos.
Me temo que tampoco ayudará a
parar este torrente la recomendación de la Fundación del Español Urgente de
utilizar la palabra “cabildeo” tan extendido en el español de América. Porque
también la definición de esta palabra “hacer gestiones con actividad y maña
para ganar voluntades en un cuerpo colegiado o corporación” alimenta esa
corriente.
Si me permiten los académicos de
la lengua, existen otras palabras que al lector le pueden ayudar a entender
quiénes son en realidad los lobistas y porque son tan importantes. Quizás las
expresiones “grupo de interés” o “asuntos públicos” son más objetivas y no se
dejan llevar por ese flujo. Cuando el sector público -o en general una
institución- toma una decisión sobre un asunto puede impactar en terceros
involucrados que legítimamente querrán ser escuchados. Si un gobierno elimina
los conciertos educativos, muchas familias se verán afectadas y defenderán su
posición. Si una gran empresa reduce los fondos para su política de becas a la
ciencia, los investigadores reclamarán con argumentos la continuidad de estas.
O si una televisión pública duda entre usar o no la lengua de signos, los
sordos argumentarán las ventajas para su colectivo. Y cuando el ayuntamiento de
turno cierra un campo de fútbol siguiendo el planeamiento urbanístico, los
chicos federados protestarán. Esos
jóvenes, junto a los becarios, los sordos y los padres son lobistas.
El origen del término lobby igual
nos ayuda a no dejarnos llevar por este torbellino. A finales del siglo XVIII
el acceso a los ciudadanos a la Cámara de los Comunes en Inglaterra estaba
prohibido, por lo que se celebraban reuniones con los diputados en los pasillos
o en las salas de espera del Parlamento, denominadas lobbies en inglés. También
está muy extendida la teoría de que el presidente de Estados Unidos Ulysess S.
Grant, tras ser nombrado en 1869 acudía todas las tardes al recibidor del Hotel
Willard, muy cerca de la Casa Blanca, a relajarse con un puro, lo que llevó a
que muchos interesados en interactuar con el gobierno acudiesen a ese
lobby. Sea como fuere, la realidad es
que los legisladores norteamericanos desde finales del siglo XIX han regulado
la actividad de los grupos de interés, siendo la primera gran ley, la Federal
Regulation of Lobbying Act de 1946, que abrió el camino a que, en todo el mundo
tengamos normas sobre el particular. De hecho, ahora mismo en nuestro país está
abierta una consulta pública del Ministerio de Política Territorial y Función
Pública de cara a una futura ley de transparencia e integridad de las
actividades de los grupos de interés.
Para ayudar a frenar esa
corriente negativa, un grupo de profesores -entre los que me encuentro-
aceptamos el encargo de APRI (asociación española de profesionales de las
relaciones institucionales) para investigar la utilidad de la tarea desempeñada
por los profesionales de los asuntos públicos en nuestro país. A través de una
metodología cuantitativa encuestamos en 2020 a más de 120 cargos públicos, para
luego contrastar esa información de modo cualitativo con cinco grupos enfocados
y entrevistas en profundidad a políticos en activo, se ha obtenido una visión
certera. Las conclusiones han sido resumidas en siete hallazgos y un decálogo
de recomendaciones a los grupos de interés. Respecto a los hallazgos, por
primera vez se ha constatado en España que una mayoría aplastante de políticos
tienen una relación estable y natural con los grupos de interés. Valoran
especialmente a las organizaciones empresariales como los lobbies más exitosos.
Las vías de contacto presenciales son las más frecuentes y preferidas por los
políticos para gestionar la comunicación con estos grupos. La utilidad en la
relación con los grupos de interés abarca múltiples dimensiones en el ciclo de
las políticas públicas, como consecuencia del mejor conocimiento que tienen los
agentes afectados de la realidad que les afecta. Los cargos políticos reconocen
especialmente el mejor conocimiento que los lobistas tienen de una realidad que
les es muy próxima especialmente si se plasma documentalmente. Pero también
para los servidores públicos resulta imprescindible mejorar el marco jurídico
que regula los asuntos públicos.
La participación de los grupos de
interés en las políticas públicas se ha normalizado significativamente en los
últimos años en España, aunque todavía queda mucho camino que recorrer. A modo
de caja de herramientas en este estudio se sugieren diez palancas para mejorar
la interacción desde los agentes de interés con los cargos públicos:
planificación, estudio de los interlocutores, anticipación, constancia,
respeto, conocimiento de lo público, sinergias, rigor, transparencia y
neutralidad forman parte del decálogo propuesto. Sin duda, la calidad de la
democracia española aumentará con una mayor transparencia y eficiencia en la
relación entre los gobernados y los gobernantes. La asunción por parte de la
sociedad de la actividad lobista ayudará a avanzar en una mejor gobernanza de
los asuntos públicos.
Pero, en cambio, dejarse llevar
plácidamente por la corriente, puede acabar arrastrándote donde no quieres. Si
los lobistas son los malos, quiénes serán los buenos. Acaso queremos que Rusia
y otras plutocracias junto a tecnológicas que no respetan los derechos humanos
en sus cuarteles generales, acaben dictando con sus poderosos terminales
cibernéticos qué tenemos que pensar, comprar o votar en cada elección. Moisés Naim dejó escrito en su libro “El Fin
del Poder” cómo la energía iconoclasta de los micropoderes puede derrocar dictadores,
acabar con los monopolios y abrir nuevas e increíbles oportunidades, pero
también puede conducir al caos y la parálisis. Cada uno de nosotros gracias a
la democratización de la tecnología podemos ser micropoderes, en nuestra mano
está ejercer como tales o dejar que otros lo hagan. Ser lobista o no serlo.
Iñaki Ortega es doctor en economía y profesor de la
Universidad Internacional de La Rioja (UNIR)