(este artículo se publicó originalmente en el diario La Información el día 5 de marzo de 2025)
Las polémicas decisiones del presidente Trump en las primeras semanas de su mandato tras su incontestable victoria electoral han desempolvado la vieja teoría del liderazgo de Thomas Carlyle. Este filósofo de hace dos siglos defendía que el destino de la humanidad debería dejarse a los «hombres fuertes», líderes superiores en inteligencia y personalidad porque solo ellos salvarían a la sociedad. Para este profesor escocés el progreso de la civilización habría sido posible exclusivamente por un puñado de grandes hombres con ambiciosa visión y capacidad de arrastrar voluntades.Esta teoría quedó olvidada por su machismo, no solo porque citaba una sola mujer con liderazgo a lo largo de la historia, sino también porque los investigadores de esta rama de la ciencia a medio camino entre la economía y la psicología, la descartaron con númerosos experimentos empíricos. Varias universidades americanas durante el siglo pasado estudiaron el comportamiento de cientos de directivos con alta autoestima, inteligencia y fuerza para comprobar que eso no garantizaba resultados excepcionales. Tener rasgos de personalidad de un líder no traía asociados comportamientos de liderazgo y ni mucho menos, por tanto, desempeños fuera de la común.
En cambio, se demostró que la mejor forma de liderar una empresa o un país es aquella que se adapta a las circunstancias, de modo y manera que en ocasiones habrá que tomar decisiones participativas, en otras unilaterales y siempre teniendo en cuenta el entorno. Este liderazgo conocido como de contingencia o situacional enterró definitivamente en el baúl de la historia la teoría victoriana del hombre fuerte. Al mismo tiempo que triunfaba en la literatura de la psicología industrial pero también en la cúspide de las empresas y los países, los líderes conocidos como transformacionales. Modelos a imitar para los seguidores, personas buenas que hacen que los demás quieran ser así. Este nuevo líder hace mejor a los que les siguen y les transforma para bien. Obama, Merkel en la política o Amancio Ortega y Bill Gates en la empresa.
Pero las amenazas de estos tiempos, guerras, crisis económicas o incluso las pandemias han resucitado esos hombres fuertes transaccionales. Precisamente porque trasladan a la sociedad un acuerdo tácito con sus accionistas o votantes “si me das el poder de ser CEO/Jefe de Estado yo te devolveré dividendos/tranquilidad”. Ante ingentes problemas parece que son necesarios poderosos líderes transaccionales, porque el pacto es sencillo: si se les apoya, solucionarán los entuertos. Al mismo tiempo el seguidor se tapará los ojos ante los métodos usados para arreglar este mundo.
Trump y su bochornosa reunión con Zelenski es un claro ejemplo, como antes lo fue Putin en Rusia. Ahora Milei en Argentina o Bukele en El Salvador. A punto estuvo la izquierda insumisa de Melenchon en Francia o la derecha extrema de Alice Weidel en Alemania, cuestión que ya lograron Fico en Eslovaquia y Orban en Hungría. Grupo que se une a los clásicos hombres (siempre) fuertes del comunismo chino, cubano o venezolano.
Pero lo curioso del momento actual y de la vuelta a ese casposo modo de mandar es que por primera vez en la historia la política y la empresa van paralelas. Trump empresario y político (acordando la paz y haciendo negocios con las tierras raras) ha contagiado a los aspirantes de todo el planeta en ambas disciplinas. El alumno aventajado es Elon Musk acostumbrado a un liderazgo empresarial de macho alfa que desprecia a los trabajadores y sacraliza los beneficios que tiene en el nuevo vicepresidente de los Estados Unidos, J.D. Vance la horma de su zapato que se ha atrevido a dejar por escrito dicha teoría en el best seller con su biografía.
En cualquier caso, conviene no caer en la trampa de este neofeudalismo político-económico y confundir contundencia con extremismo o rigor con radicalismo. La fortaleza de los valores de un líder no son patrimonio de estos personajes, sino que a lo largo de la historia son muchos los líderes que sin caer en las actitudes sectarias las han cultivado. Nadie duda que la contundencia de Churchill o de Teresa de Calcuta no eran incompatibles con la bondad. Al mismo tiempo el alto rendimiento de Ana Botín en el Banco de Santander o Steve Jobs en Apple no impidió su alta consideración y la fidelidad a sus equipos. Porque si la historia nos ha enseñado algo es que esos estilos de liderazgo pasarán pero si caemos en estas trampas mentales de asociar clarividencia a radicalismo, las consecuencias son siempre nefastas.
Iñaki Ortega es doctor en economía en UNIR y LLYC