martes, 30 de abril de 2019

Hackear el ser humano

(este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días el día 30 de abril de 2019)

«Entramos en la era de hackear humanos. A lo largo de la historia nadie tuvo suficiente conocimiento y poder para hacerlo, pero muy pronto, empresas y gobiernos hackearán a personas» No es ciencia ficción, es la premonición de uno de los autores más leídos en el mundo, el profesor de historia Yuval Noah Harari. 

Cualquier usuario de Internet ya ve como normal la irrupción de publicidad absolutamente personalizada gracias a los datos que se recolectan de las páginas que visitamos. Pero también cualquier lector informado sabe que las más importantes agencias de inteligencia tienen como prioridad luchar contra las noticias falsas emitidas desde el exterior que buscan tensionar y desestabilizar nuestras democracias. Quizás no es tan conocido que los tribunales de justicia de este parte del mundo ya dedican más tiempo y recursos a los delitos en la red que a los convencionales o que el cibercrimen mueve más dinero que cualquier industria del mundo, exactamente un 1% del PIB mundial. Además, las noticias sobre el uso perverso de Internet se acumulan: hace unos meses el caso Cambridge Analytica puso de manifiesto que Facebook vendía los datos personales de sus usuarios o recientemente la investigación de la fiscalía de EE. UU. concluyó que Rusia espió, usando Internet, al partido demócrata para beneficiar al entonces candidato Trump. Pero no olvidemos otros casos como Falciani que filtró datos personales bancarios o Weakileaks que hizo lo mismo, pero con agentes secretos, por no mencionar los famosos Papeles de Panamá o los virus informáticos que todos los días se crean como el famoso Wannacry.

Por tanto, si gobiernos y empresas sin escrúpulos ya pueden hackear las elecciones de la primera potencia del mundo; nuestros datos personales (incluso médicos) o el 90% de las empresas españolas ha sido ya atacadas (según un reciente informe de Panda) cuánto tiempo falta para que se creen algoritmos que nos conocerán mejor que nosotros mismos. Con esa tecnología y con todos nuestros datos, insistimos no solo económicos sino también biométricos, será muy fácil manipular, pero también controlar a cualquier ciudadano o empresa.

Las tecnologías de la información son el presente y no deben alarmarnos. Sin embargo, es preocupante que la masiva recolección de grandes conjuntos de datos personales unido al desarrollo de tecnologías como la inteligencia artificial pueda dar lugar a maquinas que nos conozcan mejor que nosotros mismos y que usadas perversamente acaben lesionando la privacidad, la reputación e incluso la dignidad del ser humano.  En este contexto un grupo multidisciplinar de profesores de la Universidad de Deusto, entre los que nos encontramos, proponemos que el derecho actúe como límite a la explotación abusiva de las tecnologías de la información. El ser humano ha de ser capaz de disfrutar de los beneficios de estas tecnologías, pero al mismo tiempo, debe articular instrumentos que le permitan evolucionar en su uso y desarrollo. Los usuarios de la tecnología hemos perdido ya el control de nuestros datos ahora toca retomar esa potestad.

A lo largo de la historia, cada impulso relevante en la defensa de los derechos humanos ha surgido como respuesta de la sociedad civil a manifiestos abusos del poder. Ante el auge exponencial de tantas violaciones de derechos en el mundo digital, no parece razonable demorar la proclamación y afirmación de nuevos derechos fundamentales, surgidos a partir del avance y desarrollo tecnológico. La catedrática valenciana Adela Cortina resume perfectamente la tarea a encarar “todos, sin esperar a la política, tenemos que ser activistas para frenar las noticias falsas, el auge de los populismos, las intromisiones en la intimidad o la falta de seguridad y neutralidad en la red”.

La transformación digital ha traído indudables ventajas, algunas irrenunciables. Pero la respuesta no puede articularse a partir de la frontal oposición a la tecnología, sino mediante su humanización. De modo y manera que prevalezca el bien común sobre los intereses particulares, por mayoritarios y legítimos que éstos sean; así como la prioridad del ser humano sobre todas sus creaciones, como la tecnología, que está a su servicio. Humanizar internet es priorizar la integridad de la persona, más allá del reduccionismo de los datos que pretenden cosificarlo, pero también reivindicar la autonomía y responsabilidad personales frente a las tendencias paternalistas y desresponsabilizadoras. Por último también urge en este campo defender la equidad y justicia universal en el acceso, protección y disfrute de los bienes y derechos que posibilitan una vida digna del ser humano
Por eso concluimos con el profesor Harari que, si los nuevos algoritmos que gestionan nuestra intimidad no son regulados, el resultado puede ser el mayor régimen totalitarista que jamás ha existido que dejará pequeño al nazismo o al estalinismo. Quién será ese nuevo “Gran Dictador” nadie lo sabe, igual es un país o por qué no una empresa o incluso una red de piratas informáticos desde el anonimato de sus hogares. No es el nuevo argumento de un videojuego, es simplemente la constatación de un hecho que por desgracia no tiene el protagonismo que debiera en la opinión pública.  Ojalá que el nuevo tiempo político que ahora se abre ponga el foco en estas cuestiones porque si no quizás será demasiado tarde para reaccionar.

Eloy Velasco es juez de la Audiencia Nacional e Iñaki Ortega es director de Deusto Business School

lunes, 22 de abril de 2019

Los lugares comunes de la Semana Santa


(este artículo se publicó originalmente el día 22 de abril en el diario 20 minutos)

Un “lugar común” es una frase que de tanto repetirse se ha convertido en una especie de vicio del lenguaje. Son expresiones facilonas, casi muletillas que usamos para comunicarnos en nuestro día a día porque nos resultan muy cómodas. Los lingüistas no las recomiendan porque empobrecen los idiomas, pero para ello tenemos que vencer la pereza y buscar argumentos originales.

No es sencillo porque la tentación es fuerte. Quién no ha comentado estas semanas a alguien en casa o en el trabajo, lo tarde que ha caído la Semana Santa. Que si el año pasado el Jueves Santo era en marzo y en cambio ahora hemos tenido que esperar hasta mediados de abril. Rápidamente y de modo milagroso la conversación fluye gracias al tópico de la fecha de la Semana Santa; un amigo te dice que prefiere que caigan muy pronto estos días de fiesta y otro comenta que no, que lo ideal es que sea más adelante para que pase el mal tiempo. Pero pocas veces superamos el cliché y dedicamos unos minutos a explicar que la luna tiene la culpa de esos cambios de fecha. Es más difícil contar que a partir del 21 de marzo, donde el día dura lo mismo que la noche, el primer domingo que tenga luna llena es el Domingo de Pascua o de Resurrección. 

Si nos has caído en el lugar común anterior te reto a que venzas el siguiente. Hablar del tiempo esta Semana Santa. La cosa empieza con la suerte que ha tenido tu vecina porque no le ha llovido estos días pero sigue con tu primo que se quedó en casa y ha tenido un tiempo soberbio, para continuar con tu jefe que se gastó un dineral en ir a la playa pero se ha muerto de frío. Seguro que un amigo se empeña en explicarte el microclima de su pueblo en el que no ha caído ni una gota y el colega gafe de turno cuenta que allá donde va todas las semanas santas lleva la gota fría y este año no ha sido la excepción. Cómo no caer ante la sugestión de lo obvio frente a explicar que son numerosos las investigaciones científicas que constatan la influencia del tiempo en el estado de ánimo. Más sencillo es regodearte en la mala suerte que has tenido con el tiempo estas vacaciones que argumentar con el último informe de la Universidad de Michigan que el tiempo cálido  tiene un impacto positivo en la salud mental y los días sin viento, ni lluvia y con sol se relacionan con mejor humor.

Si nunca fue fácil vencer el tópico ahora con la irrupción de la redes sociales es ya toda un heroicidad y sino que levante la mano quién no haya tenido la tentación de colgar en instagram o enviar a sus grupos de whatsapp una foto antigua de toda la familia en Notre Dame como “original” homenaje al incendio de la catedral de París este pasado Lunes Santo.

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR

miércoles, 10 de abril de 2019

¿Antihistamínicos para todos?



(este artículo se publicó originalmente el día 8 de abril en el diario 20 minutos)

Llevas dos semanas pegado a un clínex, te levantas de la cama como si te hubiese atropellado un autobús, en tu cabeza se ha instalado una taladradora y pasas de tiritar de frío al sofoco. Si así te sientes, formas parte de una gran mayoría: los damnificados de esta primavera loca. 

Es verdad que todos los años aparece esa astenia o cansancio en marzo y abril y que padecer una alergia se ha convertido en algo tan común como criticar a nuestro cuñado en el café de media mañana. Pero esta vez en una sola semana además del cambio horario que nos han robado una hora de sueño, hemos soportado lluvia, solazo, nieve, calor y nieblas. Por si esto fuera poco en la mayor parte de España habrá cuatro citas con las urnas en la primavera de 2019. 

Pero inopinadamente siempre hay algún colega que soporta estos meses del año como si nada. Para este tipo de personas no hay alergias, ni desgana y jamás rebuscan en sus bolsillos a la caza de un pañuelo de papel. No le eches la culpa a tu mala genética. la explicación es más sencilla y además te ayudará a sobrellevar esta estación. Antihistamínicos.

El antihistamínico es el nuevo chicle. Se reparte en las oficinas y en las cafeterías como el bálsamo de Fierabrás. Ante el mínimo síntoma primaveral, un alma caritativa te ofrece una dosis sanadora. De modo y manera que cada día somos más los que gracias al consumo de esos bloqueadores de la histamina, sobrevivimos a esta época del año. Funciona. Y a cambio, no vendes tu alma al diablo sino simplemente tienes un poco más de sueño.

Últimamente los antihistamínicos parece que se han consumido con fruición porque tengo la sensación de que los españoles vivimos dopados. Si no cómo se explica nuestra indiferencia, por ejemplo, ante tanta manifestación. Tras las concentraciones feministas vinieron las de «la España vaciada» pasando por las de la equiparación salarial de los policías, la defensa de la familia, sin olvidar el tren extremeño o las demandas de los cazadores. Sin embargo, vemos las noticias con la mirada perdida porque todos los días hay una manifestación que parece justa pero ya no nos impacta. 

Cuando tomas un antihistamínico te recomiendan no conducir porque relaja la atención. Así estamos. Ya nada nos sorprende. Ya no nos escandaliza nada en la política. Llevamos quince días de primavera y hemos visto a políticos que cambian de partido en una semana, presidentes que se contradicen en una misma mañana, pactos que ofenden la inteligencia o programas electorales irrealizables. Nada nos afecta. Candidatos que no quieren ir a debates o ser entrevistados en televisión, partidos creados solo para molestar y barbaridades que creíamos que solo se proponían en otros lares. Pero la mayoría seguimos nuestras vidas como si nada. Los antihistamínicos tienen estas cosas, te quitan unos síntomas pero traen otros. 

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR

martes, 2 de abril de 2019

¿El fin de la economía española?


(este artículo se publicó originalmente el día 1 de abril de 2019 en el diario La Información en la sección #serendipia)

El profesor americano Francis Fukuyama ha pasado a la historia de la ciencia política con su célebre artículo titulado ¿El fin de la historia? Este politólogo de origen japonés defendía la tesis de que la historia había llegado a su estación destino porque no era posible una perfección mayor que la democracia liberal. Corría el año 1989 y las democracias occidentales habían vencido a los totalitarismos, especialmente al comunismo de la Guerra Fría y Fukuyama preconizó que se iniciaban años de prosperidad porque la mayoría de los países adaptarían los principios de la democracia liberal. 

Han pasado 30 años y muchas cosas han pasado desde aquel «fin de la historia». No todas buenas contradiciendo el pronóstico de Fukuyama, lo que le ha llevado publicar recientemente «Identidad. La demanda de identidad y las políticas de resentimiento». Este ensayo, ante el auge de los extremismos de nuevo cuño, hace un alegato urgente en defensa de la recuperación de la política en su sentido más elevado. Para ello se antoja imprescindible conformar una idea de identidad que profundice en la democracia en lugar de destruirla. Frente al resentimiento nacionalista que ha protagonizado las últimas citas con las urnas en USA, Reino Unido y otras democracias, hay que construir una nueva identidad que en lugar de separar nos una.  Una identidad que no se base en la raza o la religión sino en principios democráticos como la igualdad que ayude a incluir a toda la ciudadanía.

La intromisión de China y Rusia en nuestras democracias impulsando ideas extremas y nacionalistas están erosionando las democracias liberales. Por ello estos debates ocupan a las mentes más brillantes en todo el mundo. Algunas de estas discusiones se han escuchado esta pasada semana en Oxford o en el norte de Italia auspiciadas respectivamente por la Fundación Rafael del Pino y la Rockefeller. Todavía resuenan los ecos de la necesidad de diseñar un nuevo contrato social que incluya a más gente en nuestras democracias. 

Mientras tanto en España, nada de esto ocupa nuestros debates. Nadie habla de las investigaciones que han constatado que Rusia derribó hace cinco años un avión de pasajeros holandés, ni que China pisotea derechos humanos en su país y ahora sus grandes empresas usan la tecnología para debilitar a sus rivales comerciales, pero también a nuestras democracias. Aquí, en cambio, todos son juegos florales.

Recordará el lector el origen de los juegos florales. Aquellas competiciones que se celebraban en la Antigüedad clásica, menos conocidas y también menos violentas que el Circo Romano; tuvieron un resurgimiento hace un par de siglos en Europa como certámenes poéticos con rapsodas aficionados en el que el mejor ganaba una flor.  De eso modo la expresión que evoca a los juegos florales ha llegado a nuestros días para referirse a debates ligeros e incluso frívolos como su romano origen.

Es inevitable al leer a Fukuyama o cuando me cuentan las intervenciones de los profesores Muniz o Moscoso del Prado en Oxford y Bellagio, identificar las discusiones políticas españolas con juegos florales. 

Juegos florales porque todas las propuestas son facilonas y populistas. Estarán de acuerdos conmigo en que es muy fácil proponer aumentos de gasto público o rebajas inasumibles de impuestos sin pensar en sus consecuencias. O que frívolo es volver abrir antiguos enfrentamientos entre españoles obviando las lecciones que hemos aprendido. Que torpe es extremar las diferencias en lugar de poner el foco en lo que nos une. Que absurdo situar en Europa todos nuestros males a la vez que nos tapamos los ojos antes el crecimiento del nacionalismo xenófobo. O qué naif es pedir cambiar la Constitución española sin recordar lo que costó conseguirla. Parece como si los políticos españoles pensasen que nuestra economía soporta cualquier propuesta.

España ha disfrutado del mayor periodo de bienestar de su historia gracias a una economía que a la luz de la Estadística Nacional sí ha sido inclusiva. Y solo ha podido ser así porque fue impulsada por buenas reformas económicas, por la apertura internacional y por una necesaria estabilidad política. Justo lo que ahora en esta precampaña electoral de juegos florales echo de menos. Me pregunto, siguiendo a Fukuyama si ha llegado el final de nuestra economía.

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR