lunes, 27 de marzo de 2017

BarZelona

(este artículo se publicó originalmente el día 27 de marzo en el diario Expansión)

Los numerosos análisis que hemos conocido una vez finalizada la edición de este año del Mobile World Congress han puesto el acento en el número de visitantes o el aumento de expositores, también en la imposibilidad de encontrar una habitación de hotel  en un radio de muchos kilómetros e incluso en los millones de euros  de impacto económico para el territorio. Pero ninguno ha destacado que la feria, como la ciudad, empieza a ser 100% generación z. De ahí el título de nuestro artículo.

La generación z son aquellos jóvenes nacidos a partir de 1994. Se están empezando incorporar ahora al mercado laboral en todo el mundo. Toman su nombre porque han relevado a los generación y, más conocidos como los millennials.  Si a una generación le define una cultura y una educación que la hace sustancialmente diferente de la anterior, a los z eso les pasó con internet. Se educaron y socializaron con el acceso libre a los móviles de sus padres y con wifi en sus hogares. La fortaleza del influjo de la red de redes es tal que se está capilarizando en generaciones anteriores, de hecho en pocos años todos seremos z.

A la vez que se celebraba el Mobile un conocido político catalán entrevistado en televisión en horario de máxima audiencia mostraba su nostalgia por la Barcelona de su infancia. Él pertenece a  la que llamamos en nuestro país generación EGB, pero que los experto en todo el mundo bautizaron como la generación x, precisamente porque era una incógnita. Nadie sabía cómo se iban a comportar los nacidos en los años 70, en plena crisis del petróleo. En España esos chicos y chicas vivieron la transición a la democracia, la entrada en Europa y el acceso a la educación reglada universal, la EGB, que en una de las enésimas reformas educativas que hemos sufrido paso a llamarse ESO.  Esos, hoy cuarentones, vivieron en unas calles que a no volverán nunca a ser las mismas. No hay marcha atrás, los jóvenes z están cambiando los barrios pero también los empleos y su forma de actuar como clientes y ciudadanos.

El Mobile de Barcelona representa los valores de esta nueva generación. Cuatro conceptos que empiezan por las misma letra, la i. Innovación. inmediatez, irreverencia pero también inclusión. Los smartphones que se exhibían estos días son una extensión de la personalidad de los jóvenes z. En la Fira vemos como cada año mejoran sus prestaciones con novedades,  exigen actualizaciones casi semanales, tiemblan en la industria incumbente con la competencia de agentes que no existían hace apenas unos años y logran penetraciones fuera del mundo desarrollado inimaginables. Así son también  los miembros de la generación z. No dudan en poner en cuestión todo para poder innovar, no tienen paciencia porque las respuestas que demandan han de ser instantáneas sino no valen. El ocio y el trabajo son parte de una misma realidad donde no pesa uno más que otro.

Estas son algunas de las conclusiones del informe académico que Atrevia y Deusto Business School presentaron el año pasado en la sede de ESADE de Barcelona con el título “Generación Z. El último salto generacional”. Los dos autores que firmamos este artículo ayudados por el profesor Iván Bofarull disertamos sobre una cohorte de edad que se está comportando radicalmente diferente y cuyas consecuencias está exigiendo una reinvención de las corporaciones. En primavera de este año conoceremos las conclusiones del trabajo de campo que hemos realizado ambas instituciones entrevistando a más de 600 jóvenes y analizando en el ámbito de la empresa aspectos tan diferentes como el nuevos marketing, las nuevas relaciones laborales o el nuevo recruiting.

La nostalgia del pasado  no solo se basa en la idealización de tiempos pretéritos sino también en la resistencia al cambio, en el miedo a no estar preparado para lo nuevo. A lo largo de la historia siempre ha habido quienes recordando una pasada y falsa Arcadia feliz, buscaron frenar los avances. Ahora nos cuentan algunos aquello de que “antes se vivía mejor” como si no fuesen unívocos todos los indicadores: la tecnología en nuestros días está haciendo un mundo mucho mejor.
Para muestra un botón. Hoy, con independencia de tu edad,  nadie contrata una noche de hotel por internet sin ojear los comentarios que han dejado otros clientes. La inteligencia colectiva ha empezado a funcionar también  gracias a internet y sus nativos. La generación z no trabajará, ni te contratará, ni te proveerá o te prescribirá sin antes saber lo que piensan de ti los que les precedieron. El mundo z será mejor porque la ejemplaridad llegará vía la trasparencia. Aunque cueste desnudarse todos lo acabaremos haciendo, porque nos hará mejores.

Iñaki Ortega es doctor en economía y Director de Deusto Business School


Nuria VIlanova es Presienta de Atrevia

jueves, 16 de marzo de 2017

La empresa humanista

(este artículo fue publicado originalmente el día 16 de marzo de 2017 en el diario El Correo)

Las dos palabras que titulan este artículo han llegado a ser consideradas como un oxímoron. El fin último del humanismo, el bienestar del ser humano, ha estado muy lejos del comportamiento de algunos casos judiciales que nos vienen a la cabeza, lo que convirtió en antagónicas esas palabras. Pero si repasamos la obra de un humanista como Alfred Marshall autor en 1890 del que se considera el primer manual de economía, veremos que esas malas praxis empresariales son la excepción que confirma la regla. Para Marshall la economía de mercado conseguía maximizar el bienestar siempre que se cumpliesen fielmente algunas condiciones como disponer de muchos demandantes y oferentes, igualdad de información de esos agentes y la no existencia de barreras de entrada y salida a los mercados. En caso de que no se observen sabemos, por desgracia, lo que puede ocurrir.

Los economistas han investigado profusamente las consecuencias de la actividad empresarial, por ello hoy no hay duda de que las empresas son las responsables de la creación de empleo, la riqueza, la competitividad, la innovación y hasta la cohesión social. Estas externalidades positivas que tanto bien han causado a la humanidad, sin embargo hoy se enfrentan a un mundo donde los problemas crecen a mayor rapidez que las soluciones. El terrorismo, la pobreza o la exclusión social nos lo recuerdan a diario. 

Pero la buena noticia es que hoy disfrutamos de un auge de las llamadas empresas humanistas. El surgimiento del cuarto sector y la llamada revolución de emprendimiento lo están haciendo posible. Pero esto solamente podría haber sucedido en un momento histórico en el que han coincidido dos hechos muy relevantes. En primer lugar la mayor crisis económica de los últimos 75 años y en segundo término la disrupción de la tecnología que ha popularizado el acceso a herramientas maduras que facilitan la desaparición de barreras de entradas a la mayoría de los mercados. 

El cuarto sector, aquellos agentes económicos que no son públicos, ni empresas privadas al uso, pero tampoco ONG, son empresas que buscan conciliar sus fines sociales con la disciplina mercantil. Desde que en los años 60, Bill Drayton fundador de Ashoka, hablase de los emprendedores sociales son muchas las empresas que han puesto en práctica ese nuevo humanismo empresarial. La ONCE o Ecoembes pero también el grupo Mondragón en el País Vasco o la marca de alimentación La Fageda en Cataluña, entre muchos otros, han demostrado que se puede ayudar a colectivos en riesgo de exclusión, cuidar el medio ambiente o promover el desarrollo del territorio siendo competitivo.

La revolución de las startups basada en la resolución de viejos problemas con innovadoras soluciones apoyadas en la tecnología ha conseguido no sólo democratizar el acceso al mundo de la empresa y atraer el mejor talento al emprendimiento sino, lo que es más importante, conseguir un consenso político al respecto de esta figura y su apoyo por las instituciones públicas. 

Por todo lo anterior es muy probable que la próxima vez que alguien junte los vocablos empresa y humanismo ya no recurra a un recurso literario como el oxímoron para definir esa unión, sino a las ciencias naturales y aquel fenómeno mediante el cual dos especies se necesitan para sobrevivir, también conocido como simbiosis.


Iñaki Ortega y Jordi Albareda son profesores de Deusto Business School

jueves, 9 de marzo de 2017

Acemoglu y las instituciones inclusivas

(este artículo se publicó originalmente en el periódico Expansión el 9 de marzo de 2017)

El 21 de febrero la Fundación BBVA anunció que el premio Fronteras del Conocimiento en su categoría de economía había recaído en el economista turco y profesor del MIT Daron Acemoglu. Para el jurado del premio el catedrático del Instituto Tecnológico de Massachusetts «fue el primero en demostrar que existen instituciones que generan prosperidad y otras que perjudican el desarrollo; la obra del galardonado ha abierto todo un campo en el que los investigadores pueden medir y cuantificar el efecto del modelo institucional en el desarrollo de una sociedad a distintas escalas».

Para el gran público Acemoglu se dio a conocer por el bestseller escrtito en 2012 junto al profesor James A. Robinson y que rápidamente se convirtió en un fenómeno global. «Por qué fracasan los países» permitió que cientos de miles de lectores en todo el mundo conociesen algo que no era nuevo pero que hasta ese momento no había usado la literatura divulgativa como vehículo.  La clave de porqué unos territorios triunfan y otros fallan no reside en el ADN de sus habitantes ni la latitud del país y ni mucho menos los recursos naturales de los que dispone, sino de las instituciones que se ha dotado. En concreto los autores clasifican las instituciones en extractivas e inclusivas. Las primeras abocan a sus habitantes al subdesarrollo con la ausencia de democracia  e impidiendo los cambios sociales. Las instituciones inclusivas, en cambio, otorgan igualdad de oportunidades, promueven las libertades y garantizan con ello la redistribución de la riqueza.

El concepto de institución utilizado por Acemoglu es muy amplio y comprende el conjunto de “reglas formales e informales que rigen las interacciones humanas, desde el derecho laboral a la protección de la propiedad y los contratos -seguridad jurídica-, pasando por los costes de transacción, los derechos de propiedad, las infraestructuras o el sistema educativo como medio de ampliar las posibilidades de las personas”. También las empresas son instituciones inclusivas siempre que sigan los viejos principios de competencia perfecta del economista inglés Alfred Marshall y así maximicen el bienestar económico. Las externalidades de las empresas como instituciones son conocidas por todos, más empleo, más riqueza, más innovación y mayor cohesión social.
El institucionalismo es una escuela que supera lo económico impregnando la historia y la ciencia política. Desde el siglo XIX han sido numerosos los investigadores que han puesto en valor las instituciones –entendidas como las reglas de juego y los jugadores de un territorio-  a la hora de explicar los cambios sociales o económicos. La academia sueca premió en 1993 con el Nobel a uno de los principales representantes de la actualización del insititucionalismo, el economista e historiador estadounidense Douglash North.. En aquella ocasión los académicos reunidos en Estocolmo valoraron “sus estudios sobre los cambios institucionales que permitieron concluir que son más relevantes que los tecnológicos para explicar el desarrollo económico.” Para North los factores políticos, sociales y económicos inciden sobre las instituciones y los grupos sociales siendo aquellos grupos que ocupan posiciones sociales dominantes los que, si detectan que las instituciones no responden a sus intereses, han de forzar los cambios.
Que las empresas son instituciones claves para el desarrollo económico es una tautología pero gracias a investigadores como los citados hoy sabemos que sin ellas no hay democracia y tampoco bienestar social. El propio Marshall allá por el año 1890 incluso dejó escrito en su obra Principios de Economía "como fuerza social, un individuo con una idea vale por noventa y nueve con un solo interés"
A nuestro economista premiado, nacido en Estambul pero afincado en Estados Unidos, le ha tocado vivir una época donde las instituciones están sufriendo la incertidumbre. En los dos países de Acemoglu  gobiernos con fuertes liderazgos personales sacuden diariamente las bases de esas instituciones inclusivas, ora deteniendo a opositores turcos indiscrimindamente, ora cerrando fronteras a la inmigración. Pero esa fiebre se ha extendido rápidamente por el mundo y hasta la tierra que vio nacer a Marshall pone trabas a la libre circulación de personas y mercancías. La vieja Europa también padece la amenaza de populismos que no creen en la libertad de empresa sino que al contrario acusan a estas instituciones de todos los males posibles. Por ello hoy toca volver a leer la obra de institucionalistas como el premiado Acemoglu y repetir con ellos “solo es posible la prosperidad de las naciones siendo sociedades abiertas”

Iñaki Ortega es doctor en economía y director de Deusto Business School.

domingo, 5 de marzo de 2017

¿Estudias o trabajas?” y tres preguntas más de educación

(este artículo fue publicado originalmente en el diario El Mundo el sábado 4 de marzo de 2017)

¿Estudias o trabajas? La manida pregunta para romper el hielo, cualquier noche, entre los veinteañeros ha quedado desfasada. No solo porque los millennials, nacidos a partir de los años 80, sufren el desempleo como ninguna otra generación, sino porque el mundo laboral se está reorganizando. El trabajo y el estudio serán en la era digital completamente diferentes a los de la era industrial. En el mundo anglosajón se ha bautizado a este modelo como la “gig economy”, la economía del trabajo precario –pero que podemos traducir como temporal, por proyectos o como freelance. En Estados Unidos esta amalgama de trabajadores representa el 35% de la fuerza laboral en 2016. La pregunta para ligar ha cambiado: ¿qué estudias y dónde trabajas ahora?, será mucho más frecuente.

La tecnología ha hecho posible que viajar y tener amigos en todo el mundo esté al alcance de todos. También estudiar: la enseñanza online y los cursos gratuitos (MOOCs) han dado sentido a la etimología de la palabra universidad. La educación superior está reinventándose y hoy en el pueblo más remoto del planeta un joven con inquietudes puede formarse en especialidades tan novedosas como el big data o la ciberseguridad, certificado por las universidades más prestigiosas del mundo. El mundo hacia el que vamos obliga a descartar la idea de que la educación sea un pasaporte que se adquiere en la juventud para entrar en el mercado laboral, y se abandona a continuación.

¿Está nuestra sociedad preparada para un cambio así? Las nuevas generaciones son conscientes de la velocidad de los cambios y al igual que sus smartphones precisan actualizaciones para funcionar. Los demás nos tenemos que ir quitando de la cabeza la idea de que la formación y el mundo del trabajo sean etapas de la vida o espejos de nuestra identidad. Hasta ahora uno no sólo estudiaba, sino que era un estudiante. Concluir la formación superior significaba acceder a la identidad adulta, marcada por la independencia económica. En los próximos lustros, será habitual volver con cuarenta años a la universidad, para estudiar un grado completamente diferente de la primera carrera. En general, el mundo laboral y el formativo estarán mucho más conectados: cruzar del uno al otro será bastante habitual y muchos bucearemos en  ambos océanos a la vez.

El hasta ahora mundo estático de la economía y la empresa está moviéndose cada vez más rápido. La reciente muerte del filósofo polaco Bauman nos evoca la sociedad líquida que nos ha tocado vivir, para bien y para mal. La mayoría de los empleos que tendrán nuestros hijos aún no existen, según el Foro de Davos. No obstante la mitad de nuestros trabajos será sustituido por máquinas antes de 2025. Pero que la transformación digital se haya convertido en el lugar común de las conversaciones en los consejos de administración y de los demandantes de empleo no impide que muchos sigan actuando como si nada hubiese cambiado y el mundo siguiera siendo rígido. Con sus actuaciones, aunque no con sus palabras, niegan el cambio del paradigma de la economía y eso les aboca al fracaso más rotundo, en sus empresas o en su búsqueda de trabajo. Asumir que la disrupción tecnológica ha llegado y tratarla como algo estético sin trasladarla al corazón de tu propia capacitación es como ir marcha atrás en quinta velocidad.

¿Estás en la centrifugadora? Uno de los rasgos característicos de nuestra época es la aceleración del tiempo histórico. Todo sucede tan deprisa que, a menudo, cuando aún se está desarrollando una tecnología, ya ha aparecido la siguiente, que convierte la anterior en obsoleta. En este contexto de corto plazo, ¿cómo encaja la educación que, por su propia naturaleza, requiere planificación y tiempo? Los grados dobles, las titulaciones mixtas, los programas executive, MOOCs o cursos de foco y experienciales, son algunas de las herramientas para obtener una formación de calidad, muy especializada y situar a los estudiantes ante problemas reales para que aprendan a tomar decisiones y solucionar problemas.

El tiempo dedicado a aprender nuevas habilidades se dejará de ver como un complemento a las horas de trabajo, y se integrará como parte esencial de nuestra dedicación a él. En este contexto, cada vez cobrará más relevancia una cualidad hasta ahora menor: la disposición a aprender. Puesto que uno no puede saber durante cuánto tiempo seguirán siendo válidos sus conocimientos, tener una mente abierta y el deseo de aprender a lo largo de toda la vida será una habilidad muy valorada, pues constituirá la garantía de una continua adaptación al cambio.

Esto nos obliga a repensar los estadios más elementales de la educación obligatoria, donde se deben cultivar actitudes que hagan apasionante el hecho mismo de aprender: estimular la curiosidad, la autonomía, el pensamiento crítico, la capacidad de formular las preguntas adecuadas, la creatividad… Todo esto requerirá un enorme esfuerzo en la formación básica. El estado volátil de la sociedad exige también que la educación luche para definir valores sólidos que impidan que la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios debilite aún más los vínculos humanos. Necesitamos que la educación plante cara al individualismo reinante y apueste por un humanismo cada día más necesario.

¿Y esto quién lo paga? Una formación a lo largo de la vida obliga también a replantearse la forma de financiarla. No solo cada uno de nosotros deberemos involucrarnos más en estar al día, sino que las propias empresas han de asumir esta tarea. Para ello, habrán de seguir la estela de las empresas más avanzadas con sus universidades corporativas y sus programas in-company.

Por otro lado, numerosos empleados por cuenta propia simultanearán dos o tres trabajos, repartidos a lo largo de sus semanas laborales, y realizados desde su puesto de coworking o en el hogar. ¿Quién va a pagar la formación de esos trabajadores no vinculados a una empresa? Un problema similar se encontrarán las pymes que carecen de músculo para proporcionar a sus empleados la formación constante, pero que sin ella están abocadas a morir. Por último debemos pensar en el reciclaje de los trabajadores cuyas tareas sean realizadas por los robots, otro desafío que unido a los anteriores ocupa ya a actuarios y fiscalistas de medio mundo.
  
Son muchos los retos por delante pero hay algo que no cambiará. Además de constituir la llave para el mercado laboral, la educación seguirá siendo la herramienta más eficaz para formar ciudadanos, disminuir la desigualdad y garantizar la movilidad y la cohesión social. Si los gobiernos y todos los agentes de la cadena de valor de la educación no entienden su responsabilidad en preparar a los ciudadanos para el mundo en el que van a vivir, y no para el que está en trance de desaparecer, el sistema educativo quedará obsoleto, con enormes consecuencias sociales y políticas. 

Irene Lozano es escritora e Iñaki Ortega es profesor