domingo, 5 de marzo de 2017

¿Estudias o trabajas?” y tres preguntas más de educación

(este artículo fue publicado originalmente en el diario El Mundo el sábado 4 de marzo de 2017)

¿Estudias o trabajas? La manida pregunta para romper el hielo, cualquier noche, entre los veinteañeros ha quedado desfasada. No solo porque los millennials, nacidos a partir de los años 80, sufren el desempleo como ninguna otra generación, sino porque el mundo laboral se está reorganizando. El trabajo y el estudio serán en la era digital completamente diferentes a los de la era industrial. En el mundo anglosajón se ha bautizado a este modelo como la “gig economy”, la economía del trabajo precario –pero que podemos traducir como temporal, por proyectos o como freelance. En Estados Unidos esta amalgama de trabajadores representa el 35% de la fuerza laboral en 2016. La pregunta para ligar ha cambiado: ¿qué estudias y dónde trabajas ahora?, será mucho más frecuente.

La tecnología ha hecho posible que viajar y tener amigos en todo el mundo esté al alcance de todos. También estudiar: la enseñanza online y los cursos gratuitos (MOOCs) han dado sentido a la etimología de la palabra universidad. La educación superior está reinventándose y hoy en el pueblo más remoto del planeta un joven con inquietudes puede formarse en especialidades tan novedosas como el big data o la ciberseguridad, certificado por las universidades más prestigiosas del mundo. El mundo hacia el que vamos obliga a descartar la idea de que la educación sea un pasaporte que se adquiere en la juventud para entrar en el mercado laboral, y se abandona a continuación.

¿Está nuestra sociedad preparada para un cambio así? Las nuevas generaciones son conscientes de la velocidad de los cambios y al igual que sus smartphones precisan actualizaciones para funcionar. Los demás nos tenemos que ir quitando de la cabeza la idea de que la formación y el mundo del trabajo sean etapas de la vida o espejos de nuestra identidad. Hasta ahora uno no sólo estudiaba, sino que era un estudiante. Concluir la formación superior significaba acceder a la identidad adulta, marcada por la independencia económica. En los próximos lustros, será habitual volver con cuarenta años a la universidad, para estudiar un grado completamente diferente de la primera carrera. En general, el mundo laboral y el formativo estarán mucho más conectados: cruzar del uno al otro será bastante habitual y muchos bucearemos en  ambos océanos a la vez.

El hasta ahora mundo estático de la economía y la empresa está moviéndose cada vez más rápido. La reciente muerte del filósofo polaco Bauman nos evoca la sociedad líquida que nos ha tocado vivir, para bien y para mal. La mayoría de los empleos que tendrán nuestros hijos aún no existen, según el Foro de Davos. No obstante la mitad de nuestros trabajos será sustituido por máquinas antes de 2025. Pero que la transformación digital se haya convertido en el lugar común de las conversaciones en los consejos de administración y de los demandantes de empleo no impide que muchos sigan actuando como si nada hubiese cambiado y el mundo siguiera siendo rígido. Con sus actuaciones, aunque no con sus palabras, niegan el cambio del paradigma de la economía y eso les aboca al fracaso más rotundo, en sus empresas o en su búsqueda de trabajo. Asumir que la disrupción tecnológica ha llegado y tratarla como algo estético sin trasladarla al corazón de tu propia capacitación es como ir marcha atrás en quinta velocidad.

¿Estás en la centrifugadora? Uno de los rasgos característicos de nuestra época es la aceleración del tiempo histórico. Todo sucede tan deprisa que, a menudo, cuando aún se está desarrollando una tecnología, ya ha aparecido la siguiente, que convierte la anterior en obsoleta. En este contexto de corto plazo, ¿cómo encaja la educación que, por su propia naturaleza, requiere planificación y tiempo? Los grados dobles, las titulaciones mixtas, los programas executive, MOOCs o cursos de foco y experienciales, son algunas de las herramientas para obtener una formación de calidad, muy especializada y situar a los estudiantes ante problemas reales para que aprendan a tomar decisiones y solucionar problemas.

El tiempo dedicado a aprender nuevas habilidades se dejará de ver como un complemento a las horas de trabajo, y se integrará como parte esencial de nuestra dedicación a él. En este contexto, cada vez cobrará más relevancia una cualidad hasta ahora menor: la disposición a aprender. Puesto que uno no puede saber durante cuánto tiempo seguirán siendo válidos sus conocimientos, tener una mente abierta y el deseo de aprender a lo largo de toda la vida será una habilidad muy valorada, pues constituirá la garantía de una continua adaptación al cambio.

Esto nos obliga a repensar los estadios más elementales de la educación obligatoria, donde se deben cultivar actitudes que hagan apasionante el hecho mismo de aprender: estimular la curiosidad, la autonomía, el pensamiento crítico, la capacidad de formular las preguntas adecuadas, la creatividad… Todo esto requerirá un enorme esfuerzo en la formación básica. El estado volátil de la sociedad exige también que la educación luche para definir valores sólidos que impidan que la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios debilite aún más los vínculos humanos. Necesitamos que la educación plante cara al individualismo reinante y apueste por un humanismo cada día más necesario.

¿Y esto quién lo paga? Una formación a lo largo de la vida obliga también a replantearse la forma de financiarla. No solo cada uno de nosotros deberemos involucrarnos más en estar al día, sino que las propias empresas han de asumir esta tarea. Para ello, habrán de seguir la estela de las empresas más avanzadas con sus universidades corporativas y sus programas in-company.

Por otro lado, numerosos empleados por cuenta propia simultanearán dos o tres trabajos, repartidos a lo largo de sus semanas laborales, y realizados desde su puesto de coworking o en el hogar. ¿Quién va a pagar la formación de esos trabajadores no vinculados a una empresa? Un problema similar se encontrarán las pymes que carecen de músculo para proporcionar a sus empleados la formación constante, pero que sin ella están abocadas a morir. Por último debemos pensar en el reciclaje de los trabajadores cuyas tareas sean realizadas por los robots, otro desafío que unido a los anteriores ocupa ya a actuarios y fiscalistas de medio mundo.
  
Son muchos los retos por delante pero hay algo que no cambiará. Además de constituir la llave para el mercado laboral, la educación seguirá siendo la herramienta más eficaz para formar ciudadanos, disminuir la desigualdad y garantizar la movilidad y la cohesión social. Si los gobiernos y todos los agentes de la cadena de valor de la educación no entienden su responsabilidad en preparar a los ciudadanos para el mundo en el que van a vivir, y no para el que está en trance de desaparecer, el sistema educativo quedará obsoleto, con enormes consecuencias sociales y políticas. 

Irene Lozano es escritora e Iñaki Ortega es profesor

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