(este
artículo fue publicado originalmente en el diario El Mundo el sábado 4 de marzo
de 2017)
¿Estudias o trabajas? La manida pregunta para
romper el hielo, cualquier noche, entre los veinteañeros ha quedado desfasada.
No solo porque los millennials, nacidos a partir de los años 80, sufren el
desempleo como ninguna otra generación, sino porque el mundo laboral se está
reorganizando. El trabajo y el estudio serán en la era digital completamente
diferentes a los de la era industrial. En el mundo anglosajón se ha bautizado a
este modelo como la “gig economy”, la economía del trabajo precario –pero que
podemos traducir como temporal, por proyectos o como freelance. En Estados
Unidos esta amalgama de trabajadores representa el 35% de la fuerza laboral en
2016. La pregunta para ligar ha cambiado: ¿qué estudias y dónde trabajas
ahora?, será mucho más frecuente.
La tecnología ha hecho posible que viajar y
tener amigos en todo el mundo esté al alcance de todos. También estudiar: la
enseñanza online y los cursos gratuitos (MOOCs) han dado sentido a la
etimología de la palabra universidad. La educación superior está reinventándose
y hoy en el pueblo más remoto del planeta un joven con inquietudes puede
formarse en especialidades tan novedosas como el big data o la ciberseguridad,
certificado por las universidades más prestigiosas del mundo. El mundo hacia el
que vamos obliga a descartar la idea de que la educación sea un pasaporte que
se adquiere en la juventud para entrar en el mercado laboral, y se abandona a
continuación.
¿Está nuestra
sociedad preparada para un cambio así? Las nuevas generaciones son conscientes de la velocidad de los
cambios y al igual que sus smartphones precisan actualizaciones para funcionar.
Los demás nos tenemos que ir quitando de la cabeza la idea de que la formación
y el mundo del trabajo sean etapas de la vida o espejos de nuestra identidad.
Hasta ahora uno no sólo estudiaba, sino que era un estudiante. Concluir la
formación superior significaba acceder a la identidad adulta, marcada por la
independencia económica. En los próximos lustros, será habitual volver con
cuarenta años a la universidad, para estudiar un grado completamente diferente
de la primera carrera. En general, el mundo laboral y el formativo estarán
mucho más conectados: cruzar del uno al otro será bastante habitual y muchos
bucearemos en ambos océanos a la vez.
El hasta ahora mundo estático de la economía y la empresa está
moviéndose cada vez más rápido. La reciente muerte del filósofo polaco Bauman
nos evoca la sociedad líquida que nos ha tocado vivir, para bien y para mal. La
mayoría de los empleos que tendrán nuestros hijos aún no existen, según el Foro
de Davos. No obstante la mitad de nuestros trabajos será sustituido por
máquinas antes de 2025. Pero que la transformación digital se haya convertido
en el lugar común de las conversaciones en los consejos de administración y de
los demandantes de empleo no impide que muchos sigan actuando como si nada
hubiese cambiado y el mundo siguiera siendo rígido. Con sus actuaciones, aunque
no con sus palabras, niegan el cambio del paradigma de la economía y eso les
aboca al fracaso más rotundo, en sus empresas o en su búsqueda de trabajo.
Asumir que la disrupción tecnológica ha llegado y tratarla como algo estético
sin trasladarla al corazón de tu propia capacitación es como ir marcha atrás en
quinta velocidad.
¿Estás en la centrifugadora? Uno de los rasgos característicos de nuestra época es la
aceleración del tiempo histórico. Todo sucede tan deprisa que, a menudo, cuando
aún se está desarrollando una tecnología, ya ha aparecido la siguiente, que
convierte la anterior en obsoleta. En este contexto de corto plazo, ¿cómo
encaja la educación que, por su propia naturaleza, requiere planificación y
tiempo? Los grados dobles, las titulaciones mixtas, los programas executive,
MOOCs o cursos de foco y experienciales, son algunas de las herramientas para
obtener una formación de calidad, muy especializada y situar a los estudiantes
ante problemas reales para que aprendan a tomar decisiones y solucionar
problemas.
El tiempo dedicado a aprender nuevas habilidades se dejará de ver
como un complemento a las horas de trabajo, y se integrará como parte esencial
de nuestra dedicación a él. En este contexto, cada vez cobrará más relevancia
una cualidad hasta ahora menor: la disposición a aprender. Puesto que uno no
puede saber durante cuánto tiempo seguirán siendo válidos sus conocimientos,
tener una mente abierta y el deseo de aprender a lo largo de toda la vida será
una habilidad muy valorada, pues constituirá la garantía de una continua
adaptación al cambio.
Esto nos obliga a repensar los estadios más
elementales de la educación obligatoria, donde se deben cultivar actitudes que
hagan apasionante el hecho mismo de aprender: estimular la curiosidad, la
autonomía, el pensamiento crítico, la capacidad de formular las preguntas
adecuadas, la creatividad… Todo esto requerirá un enorme esfuerzo en la
formación básica. El estado volátil de la sociedad exige también que la
educación luche para definir valores sólidos que impidan que
la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios debilite aún
más los vínculos humanos. Necesitamos que la educación plante cara al
individualismo reinante y apueste por un humanismo cada día más necesario.
¿Y esto quién lo paga? Una formación a lo largo
de la vida obliga también a replantearse la forma de financiarla. No solo cada
uno de nosotros deberemos involucrarnos más en estar al día, sino que las
propias empresas han de asumir esta tarea. Para ello, habrán de seguir la
estela de las empresas más avanzadas con sus universidades corporativas y sus
programas in-company.
Por otro lado, numerosos empleados por cuenta propia simultanearán
dos o tres trabajos, repartidos a lo largo de sus semanas laborales, y
realizados desde su puesto de coworking o en el hogar. ¿Quién va a pagar la
formación de esos trabajadores no vinculados a una empresa? Un problema similar
se encontrarán las pymes que carecen de músculo para proporcionar a sus
empleados la formación constante, pero que sin ella están abocadas a morir. Por
último debemos pensar en el reciclaje de los trabajadores cuyas tareas sean
realizadas por los robots, otro desafío que unido a los anteriores ocupa ya a
actuarios y fiscalistas de medio mundo.
Son muchos los retos por delante pero hay algo que no cambiará.
Además de constituir la llave para el mercado laboral, la educación seguirá
siendo la herramienta más eficaz para formar ciudadanos, disminuir la
desigualdad y garantizar la movilidad y la cohesión social. Si los gobiernos y
todos los agentes de la cadena de valor de la educación no entienden su
responsabilidad en preparar a los ciudadanos para el mundo en el que van a
vivir, y no para el que está en trance de desaparecer, el sistema educativo
quedará obsoleto, con enormes consecuencias sociales y políticas.
Irene Lozano es escritora e Iñaki Ortega es profesor
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