(este artículo se publicó originalmente en el periódico Expansión el 23 de diciembre de 2016)
Antes de que acabe el año los
ayuntamientos de toda España habrán emitido más de 36 millones de recibos de
IBI. Los recibos se habrán generado de manera automática por programas de
gestión y recaudación tributaria a partir de los datos del padrón catastral. En
caso de reclamación, un abogado podrá acceder al valor catastral, y a partir de
este dato podrá aplicar los coeficientes y demás operaciones necesarias para
calcular la cuota. Si el resultado de los cálculos es discrepante tratará de
encajar las alegaciones y planteará el recurso.
En los semáforos de nuestras ciudades ya
hay cámaras y radares capaces de poner centenares de multas en un solo día. La
máquina toma la imagen y otra máquina calcula la multa. El ciudadano o su
abogado intentarán defenderse accediendo a un expediente que es un archivo
electrónico, viendo si la imagen es correcta, si el aparato de medición se
encuentra en estado de revista y otras alegaciones para valorar presentar un
recurso.
Los dos casos anteriores tienen en común
la existencia de una máquina que produce un acto de relevancia jurídica que
perjudica de manera directa y ejecutiva al patrimonio de los afectados. Si
queremos que la defensa despliegue los argumentos jurídicos de manera completa
debe conocer el funcionamiento de las máquinas y programas que originan la
actuación para poder alegar contra sus defectos y sus debilidades.
Un buen análisis de la máquina nos lo
puede proporcionar otra máquina. A partir del diagnóstico que esta nos dé, el
jurista podrá aplicar las categorías jurídicas correspondientes a cada uno de
los fallos detectados y, si el fallo es recurrente, el jurista podrá ordenar a
otra máquina que lo combata de forma automatizada llegando incluso a adaptarse
al ritmo de producción del emisor de las resoluciones. Naturalmente, se produce
un efecto recíproco y el primer emisor valorará si procede o no estimar las
alegaciones y responder en consecuencia generando cuantas respuestas
automatizadas sean necesarias.
Así es como están naciendo los primeros
litigios electrónicos y así es como se resolverá en el futuro una parte
importante de los conflictos originados por la actuación de las grandes
organizaciones. Se vislumbra así un gran futuro para la utilización de sistemas
informáticos para el diagnóstico jurídico y el desarrollo los mediadores
electrónicos de conflictos o sistemas ODR (Online Dispute Resolution), al menos
en su fase amistosa o extrajudicial. Algunas corporaciones de la llamada nueva
economía ya lo están haciendo. Las empresas con base en Silicon Valley, PayPal
o eBay utilizan estos sistemas. Esta última ya resuelve más de 60 millones de
conflictos entre compradores y vendedores al año como nos recuerdan los
profesores, padre e hijo, Susskind en su reciente y recomendable libro “El
futuro de las profesiones”.
Pero también las Administraciones
Públicas. La Comisión Europea lanzó a principios de este año su propia
plataforma de resolución de litigios en línea en materia de consumo, si bien
poniendo más el énfasis en la resolución alternativa de conflictos que en su
automatización. Los sistemas ODR tienen
un funcionamiento común. Si una de las partes tiene una queja, abre el caso y
expone el problema. La otra parte recibe la notificación y tiene un plazo para
contestar. El sistema ODR se ocupa del resto promoviendo en primer lugar la
negociación automatizada y al mismo tiempo se modelizan conflictos y se
identifican controversias típicas con soluciones óptimas. Todos ellos culminan,
en su caso, con mediación o arbitraje pero a nadie se le escapa que también
ayudarán a “desastacar” los saturados tribunales de justicia.
Los bancos llevan años alarmados por la
amenaza de las empresas fintech, la
educación superior ha mejorado con la llegada de las nuevas universidades
online, algoritmos programables ya escriben muchísimas noticias en periódicos
de todo el mundo, el turismo ya no se entiende sin las hasta hace poco startups
como Amadeus o Airbnb… No hay sector que no esté sufriendo la disrupción
tecnológica y el derecho no iba a ser una excepción. Bienvenidos los robots con
toga.
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Iñaki Ortega es doctor en economía y profesor de la Universidad de Deusto
Pedro Gonzalez es doctor en derecho y profesor de la Universidad Autónoma