(este artículo se publicó originalmente el día 1 de abril de 2019 en el diario La Información en la sección #serendipia)
El profesor americano Francis Fukuyama
ha pasado a la historia de la ciencia política con su célebre artículo titulado
¿El fin de la historia? Este politólogo de origen japonés defendía la tesis de
que la historia había llegado a su estación destino porque no era posible una
perfección mayor que la democracia liberal. Corría el año 1989 y las
democracias occidentales habían vencido a los totalitarismos, especialmente al
comunismo de la Guerra Fría y Fukuyama preconizó que se iniciaban años de
prosperidad porque la mayoría de los países adaptarían los principios de la
democracia liberal.
Han pasado 30 años y muchas cosas han
pasado desde aquel «fin de la historia». No todas buenas contradiciendo
el pronóstico de Fukuyama, lo que le ha llevado publicar
recientemente «Identidad. La demanda de identidad y las políticas de
resentimiento». Este ensayo, ante el auge de los extremismos de nuevo cuño, hace
un alegato urgente en defensa de la recuperación de la política en su sentido
más elevado. Para ello se antoja imprescindible conformar una idea de identidad
que profundice en la democracia en lugar de destruirla. Frente al resentimiento
nacionalista que ha protagonizado las últimas citas con las urnas en USA, Reino
Unido y otras democracias, hay que construir una nueva identidad que
en lugar de separar nos una. Una identidad que
no se base en la raza o la religión sino en principios democráticos como la
igualdad que ayude a incluir a toda la ciudadanía.
La intromisión de China y Rusia en
nuestras democracias impulsando ideas extremas y nacionalistas están
erosionando las democracias liberales. Por ello estos debates ocupan a las
mentes más brillantes en todo el mundo. Algunas de estas discusiones se han
escuchado esta pasada semana en Oxford o en el norte de Italia auspiciadas
respectivamente por la Fundación Rafael del Pino y la Rockefeller. Todavía
resuenan los ecos de la necesidad de diseñar un nuevo contrato social que
incluya a más gente en nuestras democracias.
Mientras tanto en
España, nada de esto ocupa nuestros debates. Nadie habla de las investigaciones
que han constatado que Rusia derribó hace cinco años un avión de
pasajeros holandés, ni que China pisotea derechos humanos en su país y ahora
sus grandes empresas usan la tecnología para debilitar a sus rivales
comerciales, pero también a nuestras democracias. Aquí, en cambio, todos son
juegos florales.
Recordará el lector el origen de los juegos
florales. Aquellas competiciones que se celebraban en la Antigüedad clásica,
menos conocidas y también menos violentas que el Circo Romano; tuvieron un
resurgimiento hace un par de siglos en Europa como certámenes poéticos con
rapsodas aficionados en el que el mejor ganaba una flor. De eso modo la
expresión que evoca a los juegos florales ha llegado a nuestros días para
referirse a debates ligeros e incluso frívolos como su romano origen.
Es inevitable al leer a Fukuyama o
cuando me cuentan las intervenciones de los profesores Muniz o Moscoso del
Prado en Oxford y Bellagio, identificar las discusiones políticas españolas con
juegos florales.
Juegos florales porque todas las
propuestas son facilonas y populistas. Estarán de acuerdos conmigo en que es muy
fácil proponer aumentos de gasto público o rebajas inasumibles de impuestos sin
pensar en sus consecuencias. O que frívolo es volver abrir antiguos
enfrentamientos entre españoles obviando las lecciones que hemos aprendido. Que
torpe es extremar las diferencias en lugar de poner el foco en lo que nos une.
Que absurdo situar en Europa todos nuestros males a la vez que nos tapamos los
ojos antes el crecimiento del nacionalismo xenófobo. O qué naif es pedir cambiar la Constitución española sin recordar lo que
costó conseguirla. Parece como si los políticos españoles pensasen que nuestra
economía soporta cualquier propuesta.
España ha disfrutado del mayor periodo
de bienestar de su historia gracias a una economía que a la luz de la
Estadística Nacional sí ha sido inclusiva. Y solo ha podido ser así porque fue
impulsada por buenas reformas económicas, por la apertura internacional y por
una necesaria estabilidad política. Justo lo que ahora en esta precampaña
electoral de juegos florales echo de menos. Me pregunto, siguiendo a Fukuyama
si ha llegado el final de nuestra economía.
Iñaki
Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR
No hay comentarios:
Publicar un comentario