(este artículo se publicó originalmente el día 6 de abril de 2020 en el periódico 20 minutos)
Moler el trigo hasta convertirlo
en harina lleva haciéndose miles de años. Al principio con una piedra, luego
con un molino de viento y ahora en impecables fábricas. El trigo es el cereal
que domina los campos de esta parte del mundo, por eso se pierde en la historia
el momento en el que sus semillas comenzaron a ser usadas en la alimentación. Pero
es cuando se trituró por primera vez y apareció una masa que se llamó harina,
dicen que en Mesopotamia, cuando pasa a convertir en un elemento esencial de
nuestra dieta. El pan sin harina no puede hacerse y el pan es todo como dice su
etimología griega. Pero ya no nos damos cuenta porque compramos el pan fresco,
congelado o precocinado y además en cualquier sitio, hasta en las gasolineras.
Lo adquirimos así, ya hecho; nadie ve cómo se mezclan sus ingredientes, se amasa
y luego se mete en un horno, por eso el recuerdo del blanco elemento se ha ido
borrando de nuestras cabezas.
Ahora encerrados por el coronavirus,
sin prisas y como todo el tiempo por delante, hemos redescubierto muchas cosas
y una de ellas es la harina. Tal es así que estos días en las estanterías de los
supermercados las baldas donde solía colocarse, están vacías. “No hay harina” se
escucha comentar a los dependientes. Y esto ha sucedido en muchas tiendas de
nuestro país, da igual en el norte que en el sur, en el mediterráneo que el atlántico.
Los encerrados nos hemos abastecido de ella compulsivamente. ¿Por qué oculta (y
maravillosa) razón queremos aprovisionarnos de harina en un situación tan
dramática? ¿Por qué se acaba la harina y no la carne o el pescado?
Con harina hacemos bizcochos, con
la harina se consigue esa receta que te han recomendado para hacer las mejores
tartas, sin harina no puedo cocinar esos dulces que tanto gustan a los niños.
Pero sobre todo porque sin harina no podríamos compartir con nuestros hijos o
con nuestros seres más cercanos unas horas juntos en la cocina para conseguir
el milagro de convertir unos ingredientes insulsos en un sabroso pastel. La
harina ha conseguido unir, por primera vez en mucho tiempo, a muchas familias
unos minutos para hacer algo juntos. Nos ha sacado de la pantalla de nuestros
móviles para arrimar el hombro aunque sea por un objetivo tan vano como hacer unos
deliciosos brownies.
La harina se agota y es una buena
noticia, una de las mejores de estos días tan horribles que nunca olvidaremos. En
medio de la tragedia, de cientos de muertos diarios, de amigos que han perdido
a sus padres o de viudas que no pueden ser consoladas, el hecho de remangarte
con tu hija o tu hermano y esparcir un poco de harina con unos huevos y algo de levadura, nos reconcilia con
lo más importante, que como este Domingo de Ramos ha recordado el Papa Francisco,
la vida no sirve si no se sirve.
Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y
profesor de la UNIR
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