(este artículo se publicó originalmente el domingo 26 de abril en el suplemento Actualidad Económica del periódico El Mundo)
Desde que comenzaron los
contagios por coronavirus en China se puso de manifiesto que el grupo más
vulnerable era el de las personas mayores. La pandemia del Covid-19 se ha
cebado especialmente con los adultos nacidos con anterioridad a 1960, como por
desgracia hemos comprobado en nuestro país. Los datos de letalidad en España,
pero también en Italia, demuestran que el 95% de los fallecidos por el virus,
durante el mes de marzo, tenían más de 60 años, aunque esa cohorte sea menos de
la mitad de los casos confirmados.
Italia y España son dos de los
países con la mayor esperanza de vida del mundo según la OMS, además de
sociedades con un porcentaje superior al 20% de mayores de 65 años sobre el
total de la población. Ambos países
gozan también de sólidos sistemas sanitarios y de previsión social lo que,
unido a su clima y dieta, les ha situado en cualquier estadística como los
mejores países para envejecer junto a Japón o Suiza.
Pero la pandemia ha deformado
esta realidad como esos espejos de los parques de atracciones. Lo que antes era
longevidad, hoy es letalidad. Lo que hace muy poco era el país con mayor
calidad de vida del mundo para The Guardian, se ha convertido en el que más
muertos por habitante tiene por coronavirus. El envidiado sistema de cuidados
ha pasado a ser garantía de contagio. La atención sanitaria universal se ha
trasformado en el triaje para los ancianos. El respeto por los mayores ha
mutado en dramática discriminación por la edad. Lo que era seña de identidad de
esta parte de Europa, la gran familia, se ha trasfigurado en mayores muriendo
en la más absoluta soledad.
La primavera de 2020 será
recordada como aquellos meses que convirtieron a España (pero también a Italia,
Francia o Bélgica) en la Casa del Terror. Semanas y semanas con centenares de
mayores de 60 años fallecidos cada día hasta sumar -a la fecha de este
artículo- más de quince mil. En Madrid cinco mil ancianos muertos solamente en
residencias de ancianos y en Cataluña el virus ha infectado a 600 centros del
millar existentes. La pandemia ha trasformado el país que según Bloomberg era
el más saludable del mundo, en el territorio de los horrores. Mientras millones
de españoles e italianos sin dolencia alguna zanganeaban en Netflix, sus padres
agonizaban solos en abarrotados hospitales. A la vez que los menores de 50 años
consumíamos compulsivamente absurdos memes, nuestras madres o tías eran
desahuciadas en oscuras habitaciones de residencias. El mundo al revés: los
sanos en casa calentitos y los ancianos en la fría calle. Como esas atracciones
en las que entras y los espejos te devuelven tu imagen deformada, nuestro
idílico país trasmutado en un monstruo.
El coronavirus ha puesto en
evidencia la fragilidad de las instituciones que nos hemos dotado para
gestionar el imparable envejecimiento de la población. Mayores conviviendo con
cadáveres en residencias de la tercera edad, la negativa a atender a adultos
mayores en muchos hospitales, los cuidados paliativos como único tratamiento
recibido por los enfermos de edades altas, la muerte de muchos de ellos en sus
casas -solos- sin recibir atención alguna, el aislamiento forzado ante el
duelo, o en general el edadismo imperante nos alertan de la necesidad de
actuar.
No puede olvidarse que en países
como España dos de cada diez personas ya tienen más de 65 años, pero en diez
años estas cifras alcanzarán el 30% de la población. Entonces los que en esta
crisis sanitaria hemos respirado tranquilos porque no somos viejos, ya
perteneceremos a esa cohorte de edad. ¿Quién nos asegura que otra enfermedad
global no volverá a surgir en muy poco tiempo? Si eso pasa y sólo nos dedicamos
a pagar las facturas de esta crisis -que no serán pocas- los recursos serán
mucho menores que ahora además de repartirse entre mucha más población
envejecida. Entonces, nosotros, los que hoy nos consideramos a salvo del virus
sólo por la fecha de nacimiento de nuestro DNI seremos los siguientes
inquilinos de los tanatorios.
Esta lacerante situación ha de
suponer un aldabonazo para promover cambios por ejemplo, renovados servicios
que permitan una mejor atención a la dependencia en la vejez o normas que
impidan la discriminación por edad. Qué duda cabe que aquellas instituciones
que se adelanten a esta tendencia serán premiadas por la historia.
También habrá que analizar y
aprender porqué italianos y españoles hemos sufrido más que los suizos o
japoneses. Ahora no podemos responder si por las decisiones de nuestros
gobiernos, nuestra indisciplina social, por un sistema de cuidados masificado o
un modelo de macroresidencias inasumible, sin olvidar la ausencia de
profesionales y servicios de calidad para la vejez. O quizás como afirman en la
Universidad de Bonn simplemente porque las personas de entre 30 y 49 años que
viven con sus padres superan el 20% en nuestros países mientras que en Alemania
son poco más del 10%.
La casa del terror de cualquier
feria de pueblo español da pánico a los niños que la visitan precisamente
porque está abandonada. Fue una gran mansión con todos los lujos, pero por
alguna razón empezó a echarse a perder y se convirtió en un lugar inhóspito en
el que la vida y la alegría ha sido sustituida por la muerte y la zozobra.
Ojalá que esta pesadilla del coronavirus nos permita arreglar nuestra casa para
que el terror de estos días sea sustituido por el bien común.
Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y ha publicado recientemente el libro La Revolución de las Canas.
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