(este artículo se publicó originalmente en el periódico 20 Minutos el 1 de septiembre de 2025)
En el tanatorio un sacerdote recordó a los que estábamos allí que sin ella no vivirían la mayoría de los que escuchábamos esas palabras. Quince hijos, 32 nietos y 26 bisnietos… y los que vendrán. Dejar huella en la tierra no pasa exclusivamente por firmar una obra de arte o tener un alto desempeño profesional sino –aunque se nos olvide– en hacer mejor el mundo que te recibió, aunque sea a tu costa. Hoy suena extraño, nos hemos acostumbrado a celebrar el ego con las redes sociales y ocultar los sacrificios porque todo han de ser éxitos personales.
Doña Elisa sacó adelante su familia cuando enviudó hace medio siglo, le dio tiempo de formar parte de consejos de administración, presidir una compañía, disfrazarse de Santa Claus cada Navidad para repartir un regalo a toda su prole o compartir cada alegría y cada tristeza –nunca en soledad– siempre en familia. Montar en bicicleta hasta los 80 años, disfrutar del fútbol y de cada visita como si fuese la última de su vida. Una fe inquebrantable que le ayudó a soportar penalidades siempre con sonrisa y valentía. Todo lo que tenía lo compartió con los demás sin dejarse nada para ella, su felicidad era la de los demás. Repartió todo y en especial su cariño con ecuanimidad sin juzgar a nadie ni a nada.
Valores que quizás en este mundo en el que solo tenemos como prioridad a uno mismo han de reivindicarse ahora que empieza de nuevo el curso. Cuando veamos, que lo veremos, la discordia, la soberbia, el egoísmo, el extremismo en nuestro trabajo o en las noticias, no estaría mal pensar en todos estos ancianos que frisan la edad centenaria y cómo lo han logrado: con poco de lo anterior y mucho de los valores de personas como doña Elisa.
Iñaki Ortega es doctor en economía en UNIR y LLYC
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