(este artículo se publicó originalmente en el blog del Centro de Investigación Ageingnomics de la Fundación MAPFRE en el mes de diciembre de 2020)
Han pasado muchos años desde que
las principales fuerzas políticas decidieron sacar del debate electoral el
futuro de las pensiones. Corría el año 1995 y en un parador en Toledo se
reunieron los cuatro partidos más votados del momento y acordaron una serie de
recomendaciones para la sostenibilidad del sistema. Dado el éxito de la
herramienta en 1999 el pacto se convirtió en una comisión del Congreso de los
Diputados para apuntalar el sistema de previsión social de una manera
institucionalizada.
Aunque no se reúnan
en la capital manchega sino en la Carrera de San Jerónimo de Madrid los
representantes de la soberanía nacional siguen acordando recomendaciones, como
en el parador de Toledo, que ahora suponen un mandato para el Gobierno que ha
de convertir dichas recomendaciones en ley.
El pasado 27 de octubre de 2020
tras casi cinco años desde el anterior acuerdo esta comisión aprobó un informe
de recomendaciones, inédito desde hace una década, además con un alto grado de
consenso. El pacto de Toledo propone 21 recomendaciones que suponen toda una
reforma ya que afectan al funcionamiento de la Seguridad Social y al
sostenimiento y revalorización de las pensiones.
Entre los puntos recogidos
destacan los que tienen el objetivo de cerrar el déficit que arrastra el
sistema desde 2011, así como los ajustes para afrontar la próxima jubilación de
la generación del baby boom y el impacto sobre la sostenibilidad del sistema de
pensiones. Las recomendaciones recogen asimismo la intención de acercar la edad
de jubilación real a la edad de jubilación legal. Así como que se vuelva a
fijar la revalorización de las pensiones basándose en el IPC. También se
contempla un cambio en el régimen de cotización de los autónomos para que
coticen de acuerdo a sus ingresos. Además, se plantea una apuesta decidida por
el segundo pilar del ahorro, los conocidos como planes colectivos de empleo,
aquellos que se negocian en el seno de empresas y en el que tanto los
empresarios como los trabajadores aportan para la futura jubilación.
Pero hay una recomendación, la
19, que ha pasado desapercibida y plantea que las empresas coticen a la
Seguridad Social por la productividad lograda por el avance tecnológico que
está provocando menos cotizantes a la Seguridad Social. Es decir, estudiar un eventual nuevo impuesto
cuyo objetivo sea contribuir a la financiación de las pensiones o dicho de otro
modo que coticen los robots para financiar el Estado del Bienestar.
A la espera de conocer si las
maquinas pagarán a la Seguridad Social en el futuro, hay que impulsar un amplio
debate político, económico y social con expertos de todos los ámbitos que
ayuden a evaluar adecuadamente los beneficios y riesgos asociados a un modelo
impositivo sobre las actividades que pasan a ser realizadas por máquinas o
robots, para que se evite cargar sobre la actividad productiva más innovadora
la corrección de los desequilibrios del sistema. Toda la teoría económica avala
que la innovación empresarial y la digitalización son las palancas clave de
competitividad de las empresas y de un país, por lo que este debate debe
llevarse también a la esfera internacional, de la mano de organismos
internacionales y la Unión Europea, para evitar que la regulación en este campo
cambie las reglas de competencia entre países.
Iñaki Ortega es profesor de la Universidad de Deusto
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