(este artículo se publicó originalmente el día 1 de diciembre de 2020 en el diario La Información)
La mitología griega cuenta que la
diosa Panacea tenía una poción mágica con la que conseguía milagrosamente sanar
siempre a los enfermos. El término ha llegado hasta nuestros días para
expresar, en sentido figurado, cuando un concepto está destinado a resolver un
gran problema. El primer elemento de la tabla periódica aspira hoy a ser la
panacea del mundo que nos ha tocado vivir. El hidrógeno acabará con todos
nuestros males.
Son cientos de años de separación
entre la economía y el bien común. Como si el desempeño empresarial y el
bienestar social fuesen dos ríos que jamás acabarían confluyendo. Uno, en el
que los resultados y el beneficio guiaban su devenir. El otro, encargado de
restar competitividad a la actividad para garantizar la redistribución de la
riqueza. Un río con Milton Friedman afirmando que la responsabilidad social de
las empresas consiste solamente en ganar dinero; otro río con el Papa Francisco
pidiendo a la economía que se implique en superar la degradación. Cuando
creíamos que los dos ríos confluirían gracias a los objetivos de desarrollo
sostenible, las recesiones nos empobrecen y no somos capaces de frenar
problemas como el cambio climático, el populismo o la corrupción.
Aunque no se recuerde, la
historia del hidrógeno en la economía no es nueva. En la primera revolución
industrial estuvo muy presente con el gas ciudad que iluminó calles y fábricas.
A finales del siglo pasado en Europa, Japón y Estados Unidos también se exploró
fallidamente como elemento tractor de la actividad. Pero es ahora cuando, sin
darnos cuenta, ha irrumpido en nuestras vidas como ese bálsamo que lo puede
curar todo. El hidrógeno –el elemento químico más ligero además de insípido,
incoloro e inodoro- puede hacer que la economía ayude al bien común. Así lo
piensan las empresas más importantes del mundo, pero también las
multinacionales españolas que ahora compiten para ver por quién invierte más en
este gas. Los fondos de inversión exigen a sus participadas descarbonizarse y comparten
discurso por primera vez con gobiernos de izquierdas. El capitalismo se alinea
con los más intervencionistas para propiciar el mayor esfuerzo inversor de la
historia reciente.
El hidrógeno se encuentra en
abundancia en la naturaleza y desde 1800 puede producirse a partir del agua
-gracias a las electrólisis- pero, sobre todo, es también un combustible que
puede transformarse en electricidad y en calor. Este hecho, como explica
Thierry Lepercq en su libro “Hidrógeno, el nuevo petróleo” traducido al español
gracias a un visionario ingeniero patrio, se ha mantenido en estado embrionario
hasta 2016. La conjunción de varios elementos, a saber, la bajada del precio de
la energía renovable (hoy la fotovoltaica junto a la eólica es la más barata en
dos tercios del planeta) junto a las economías de escala en la tecnología de su
generación y la financiación masiva de los grandes fondos, lo ha cambiado todo.
La molécula del hidrógeno puede transportarse en largas distancias sin
pérdidas, almacenarse fácilmente y puede producirse vía recursos inagotables de
un modo limpio. Imbatible. Una energía descarbonizada, infinita, limpia, sin
residuos, disponible y producible si hay sol o viento la han convertido en la
nueva panacea. Hasta se habla de valles del hidrógeno repartidos por todo el
mundo como nodos de desarrollo económico gracias a este elemento. Cientos de Silicon Valley que alojarán no a
grandes tecnológicas, sino a pioneros industriales de las energías renovables.
Murcia, uno de los lugares más eficientes de España para producir hidrógeno con
energía solar, está en ello con empresas como Soltec, Primafrio o Andamur,
aunque sea bajo el radar mediático, pero no del capital innovador.
El hidrógeno, cuando es verde, da sentido a una cadena de valor global que ayuda a lograr un mundo mejor. En un extremo los recursos solares, en el otro suministrar electricidad, calor o frío a la industria y a los hogares. Todos ganamos. Pero no conviene olvidar a un viejo economista que este sí fue capaz de navegar en el río del rigor económico, pero también en el del progreso social, Alois Schumpeter. Para el economista austro-americano, no son los grandes planes públicos los que hacen que la economía se mueva, sino los emprendedores. No será el New Green Deal o el Next Generation EU los que hagan que las cosas sucedan. Sin duda ayudarán; pero serán empresarios innovadores los que con su “destrucción creativa” acaben con una vieja y sucia economía que no piensa en su entorno y construyan una nueva realidad económica sostenible y con propósito.
Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR
Reflexión muy interesante Iñaki. Buena cuenta de ello traen las empresas energéticas, plenamente inmersas en una transición energética hacia lo verde. Me pregunto que ocurrirá con estos países poderosos productores de petróleo cuando la demanda caiga a niveles imaginables en unos años. Quizás ya no tengan para tanto lujo.
ResponderEliminarSaludos, Iban Ramos.
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