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martes, 2 de noviembre de 2021

El gran apagón (The Great Blackout)

(este artículo se publicó originalmente en el periódico 20 minutos el día 1 de noviembre de 2021)


No es el título de una película de serie B, pero podría serlo. Tampoco una olvidada entrega del cine de catástrofes ni la nueva serie de una plataforma televisiva, sino uno de los temas de conversación más seguidos en el mundo hoy en día.

Pero no te lamentes por no haber acertado la respuesta. Hace dos años, la mayoría hubiéramos caído en el mismo error si nos hubieran hablado de una epidemia global que nos encerraría en casa dos meses o de una nevada que aislaría una semana la capital de una gran nación del sur de Europa. Hasta hubiésemos catalogado como argumento para un libro de ciencia ficción, un volcán en erupción durante más de cuarenta días en un país civilizado.

Todos estos negros (y muy peliculeros) presagios han ido pasando en este inicio de la década de estos años veinte así que, por lo menos, me temo que tendrás que terminar este artículo para saber qué es eso del gran apagón y dónde ha empezado este tema global. Hace unas semanas el gobierno de Austria puso en marcha una campaña para preparar a la población ante un posible corte energético que, según ellos, podría producirse próximamente. Entre las recomendaciones estaban hacer acopio de combustible, velas, baterías, conservas y agua potable. Las magistraturas austriacas buscaban concienciar a la población sobre esta amenaza porque le dan visos de verosimilitud. Para ello, han desarrollado toda una serie de consejos sobre generadores móviles de energía o cómo cocinar y comunicarse sin electricidad, además de conocimientos básicos sobre primeros auxilios. Pero eso no es todo, el país alpino ha decidido preparar también instalaciones públicas como cuarteles del ejército y servir de apoyo a los servicios de emergencias en caso de un apagón.

Quizás en el siglo pasado este anuncio no hubiera salido de las fronteras austriacas, pero hoy la noticia ha corrido como la pólvora especialmente por este párrafo del comunicado del Ministerio de Defensa: «todas las redes eléctricas de los países europeos están interconectadas en la red europea, de manera que, si hay un apagón, las luces podrían dejar de funcionar en toda Europa».

Y en España ha sido como echar más lecha al fuego. Porque por estos lares llevamos ya unos meses que solo se habla del recibo de la luz que ha aumentado, para una familia media en lo que va de 2021 y según la OCU, un 33%. O lo que es lo mismo, la factura ha subido 181 euros en un hogar tipo en España. Para colmo, el mes de octubre ha terminado y con ello el suministro de gas que recibimos los españoles vía Marruecos a través del polémico gaseoducto argelino.

Tampoco lo ponemos fácil por aquí cuando seguimos escandalizándonos por la energía nuclear de nuestro vecinos franceses -que les hace autosuficientes- o en el país del sol legislamos en contra de energías limpias como las fotovoltaicas.

Inmediatamente expertos y autoridades han salido a desmentir que este riesgo sea real en España, pero con los antecedentes de tantas voces autorizadas voy a ver si tengo una vela en casa.

Iñaki Ortega es doctor en economía y profesor de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR)


jueves, 3 de diciembre de 2020

¿Y si el hidrógeno fuese la panacea?

(este artículo se publicó originalmente el día 1 de diciembre de 2020 en el diario La Información)

 

La mitología griega cuenta que la diosa Panacea tenía una poción mágica con la que conseguía milagrosamente sanar siempre a los enfermos. El término ha llegado hasta nuestros días para expresar, en sentido figurado, cuando un concepto está destinado a resolver un gran problema. El primer elemento de la tabla periódica aspira hoy a ser la panacea del mundo que nos ha tocado vivir. El hidrógeno acabará con todos nuestros males.

Son cientos de años de separación entre la economía y el bien común. Como si el desempeño empresarial y el bienestar social fuesen dos ríos que jamás acabarían confluyendo. Uno, en el que los resultados y el beneficio guiaban su devenir. El otro, encargado de restar competitividad a la actividad para garantizar la redistribución de la riqueza. Un río con Milton Friedman afirmando que la responsabilidad social de las empresas consiste solamente en ganar dinero; otro río con el Papa Francisco pidiendo a la economía que se implique en superar la degradación. Cuando creíamos que los dos ríos confluirían gracias a los objetivos de desarrollo sostenible, las recesiones nos empobrecen y no somos capaces de frenar problemas como el cambio climático, el populismo o la corrupción.

Aunque no se recuerde, la historia del hidrógeno en la economía no es nueva. En la primera revolución industrial estuvo muy presente con el gas ciudad que iluminó calles y fábricas. A finales del siglo pasado en Europa, Japón y Estados Unidos también se exploró fallidamente como elemento tractor de la actividad. Pero es ahora cuando, sin darnos cuenta, ha irrumpido en nuestras vidas como ese bálsamo que lo puede curar todo. El hidrógeno –el elemento químico más ligero además de insípido, incoloro e inodoro- puede hacer que la economía ayude al bien común. Así lo piensan las empresas más importantes del mundo, pero también las multinacionales españolas que ahora compiten para ver por quién invierte más en este gas. Los fondos de inversión exigen a sus participadas descarbonizarse y comparten discurso por primera vez con gobiernos de izquierdas. El capitalismo se alinea con los más intervencionistas para propiciar el mayor esfuerzo inversor de la historia reciente.

El hidrógeno se encuentra en abundancia en la naturaleza y desde 1800 puede producirse a partir del agua -gracias a las electrólisis- pero, sobre todo, es también un combustible que puede transformarse en electricidad y en calor. Este hecho, como explica Thierry Lepercq en su libro “Hidrógeno, el nuevo petróleo” traducido al español gracias a un visionario ingeniero patrio, se ha mantenido en estado embrionario hasta 2016. La conjunción de varios elementos, a saber, la bajada del precio de la energía renovable (hoy la fotovoltaica junto a la eólica es la más barata en dos tercios del planeta) junto a las economías de escala en la tecnología de su generación y la financiación masiva de los grandes fondos, lo ha cambiado todo. La molécula del hidrógeno puede transportarse en largas distancias sin pérdidas, almacenarse fácilmente y puede producirse vía recursos inagotables de un modo limpio. Imbatible. Una energía descarbonizada, infinita, limpia, sin residuos, disponible y producible si hay sol o viento la han convertido en la nueva panacea. Hasta se habla de valles del hidrógeno repartidos por todo el mundo como nodos de desarrollo económico gracias a este elemento.  Cientos de Silicon Valley que alojarán no a grandes tecnológicas, sino a pioneros industriales de las energías renovables. Murcia, uno de los lugares más eficientes de España para producir hidrógeno con energía solar, está en ello con empresas como Soltec, Primafrio o Andamur, aunque sea bajo el radar mediático, pero no del capital innovador.

El hidrógeno, cuando es verde, da sentido a una cadena de valor global que ayuda a lograr un mundo mejor. En un extremo los recursos solares, en el otro suministrar electricidad, calor o frío a la industria y a los hogares. Todos ganamos. Pero no conviene olvidar a un viejo economista que este sí fue capaz de navegar en el río del rigor económico, pero también en el del progreso social, Alois Schumpeter. Para el economista austro-americano, no son los grandes planes públicos los que hacen que la economía se mueva, sino los emprendedores. No será el New Green Deal o el Next Generation EU los que hagan que las cosas sucedan. Sin duda ayudarán; pero serán empresarios innovadores los que con su “destrucción creativa” acaben con una vieja y sucia economía que no piensa en su entorno y construyan una nueva realidad económica sostenible y con propósito.

 

Iñaki Ortega es director de Deusto Business School y profesor de la UNIR