(este artículo se publicó en el periódico El Economista el día 10 de febrero de 2016)
Vivimos
tiempos exponenciales. Todo va cada vez más rápido, la Humanidad atesora más y
más conocimiento, la información fluye con una velocidad inimaginable hace
apenas unos pocos años. A finales de los años sesenta, en California, varios
científicos lograron conectar la primera red de computadoras en tres
universidades, dando origen al internet que hoy conocemos. Casi al mismo tiempo
y en la misma localización un joven tecnólogo llamado Gordon Moore formuló una
ley que no ha dejado de cumplirse desde entonces. Su augurio, la conocida “ley
de Moore”, alertaba que cada año la capacidad de los microprocesadores se
doblaría, a su vez anualmente el precio de esos chips sería la mitad. Internet
y tecnología “buena, bonita y barata” son las claves del momento que está
permitiendo universalizar el acceso al conocimiento y al capital como nunca
antes. Por primera vez en la historia los emprendedores tienen en sus manos las
armas para cambiar el mundo.
Pero
a pesar de lo anterior los problemas a nuestro alrededor son más grandes que
nunca. El desempleo, la exclusión social, el terrorismo o la violencia de
género por citar solo algunos. Y aunque en los últimos meses en España parece
que solo atendemos a la crisis política, en una suerte de tregua mediática
sobre la recesión económica, pocos expertos dudan que todavía queda mucho
camino de esfuerzos y reformas por delante, para recuperar los niveles de
bienestar de hace diez años.
Revelarse
contra las injusticias, sin duda, está en las motivaciones de los llamados
emprendedores sociales. En un reciente informe de Ashoka, se pone de manifiesto
como la innovación social de estas personas es capaz de cambiar políticas
nacionales y resolver problemas que parecían insalvables. Satyarthi en la India luchando contra el trabajo infantil,
Weetgens entrenando a ratas para detectar tuberculosis o minas antipersona.
Jimmy Wales con Wikipedia, democratizando la información y abriendo las puertas
al conocimiento colaborativo. Son todos ejemplos de cómo el inconformismo
acompañado de talento, hoy, permite un mundo mejor.
De
hecho, en los últimos años la llamada generación Y, los nacidos entre finales
de los años setenta y finales de los ochenta, han ido cambiando todas las
industrias con sus startups. Las
finanzas, los medios de comunicación, el ocio o el trasporte están mejorando
gracias a sus ideas disruptivas. Los millennials no quieren trabajar en grandes
compañías, prefieren probar fortuna y crear ellos mismos las empresas de éxito
del futuro, lo que está aportando una gran cantidad de nuevos emprendedores que
están refundando los negocios hacia la llamada economía digital. En un mundo en
el que muchas cosas son gratis o muy baratas, el tiempo y coste de transformar
una idea en una realidad se ha reducido enormemente, lo cual permite a los
emprendedores testar rápidamente en el mercado sus productos o servicios con
prototipos de bajo coste sin hipotecar el resto de su vida. El salto al vacío
que supone lanzar cualquier empresa se suaviza con el paracaídas de la
tecnología que permite emprender en pequeño pero pensando a lo grande y sin
grandes desembolsos. Esta nueva manera de ver las cosas, basadas en el
inconformismo e inmediatez, está igualmente transformando la forma en la que
las corporaciones buscan crear valor, a
través de la llamada innovación abierta que ha acelerado procesos de cambio en
todo los sectores de la economía.
Ese
inconformismo que se percibe en la sociedad y la economía proviene de personas
que se salen fuera de la dinámica de la comodidad y que prefieren buscar nuevas
formas de pensar y hacer. En un estudio reciente de la Universidad de Deusto
sobre la generación z, llamada así porque son aquellos jóvenes que van detrás de los millennials, nacidos entre
mediados de los noventa y la primera década del nuevo siglo, son el grupo con
mayores posibilidades de informarse y de transmitir información, de desarrollar
proyectos de toda índole gracias a su conectividad global, de expresar su
creatividad y de colaborar en proyectos sin que las distancias supongan una
barrera.
Y es en el tratamiento de la información
en lo que encontramos una de las mayores diferencias intergeneracionales. La
Generación Z no ha sido entrenada para reconocer el principio de autoridad de
los emisores de información. Han crecido en un entorno igualitario en el que
todo tipo de voces discordantes tienen igual altavoz. Dan igual jerarquía a
todos los emisores. Y a la vez, entienden la información como algo modificable
y fusionable, y no conocen límites a la hora de transmitir información de forma
masiva. Todo ello, unido a la masiva cantidad de información que reciben puede
paradójicamente llevarles a ser una generación más desinformada en términos
objetivos que la anterior.
Pero, en definitiva, estamos ante una
generación que, con las oportunidades adecuadas, está en disposición de mejorar
el mundo y sacar lo mejor del imparable desarrollo tecnológico. Están más
preparados para trabajar globalmente en equipo, para aportar y trabajar en
entornos diversos, para innovar y emprender desde su propia experiencia. Son
tolerantes y más éticos y generosos por naturaleza, más abiertos a compartir el
conocimiento y defensores del acceso generalizado a la información. Son
conscientes de que deberán estar aprendiendo toda su vida, y de que es posible
aprender de todo y de todos. El mundo, muy pronto, estará en sus manos. Su
inconformismo hará posible un mundo mejor.
Iñaki Ortega es profesor, director de Deusto Business
School
Pedro Irujo es consultor, Vicepresidente de Neoris
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