(este artículo se publicó originalmete el día 29 de junio de 2021 en el diario La Información)
Allá por el año 1973, un secretario del tesoro de Estados Unidos
preocupado por el derrumbe de las instituciones monetarias de la posguerra
(Bretton Woods) convocó a sus homólogos alemanes, franceses, japones y
británicos. Las reuniones se institucionalizaron anualmente y antes de que
terminase la década se había unido al grupo los responsables de las finanzas de
Italia y Canadá. Al mismo tiempo adquirieron categoría de cumbres
internacionales al asistir no solo los ministros sino los presidentes de esas
siete naciones. Así nació lo que se conoce como el grupo de los siete (G7) que
se ha vuelto a reunir este mes de junio en la localidad inglesa de Cornualles.
Conviene recordar que la caída del muro de Berlín a la vez
que la unión política europea ganaba peso llevó a invitar a estas citas a los
altos representantes de Rusia y de la Comisión Europea. Si la participación de
los segundos se ha consolidado, la de Rusia ha corrido otra suerte. Unas veces
por las injerencias militares de los rusos en sus vecinos, otras por las
sospechas de espionaje del resto de socios, pero siempre por la negativa a
firmar los pactos de libre comercio, Rusia no ha consolidado su asiento en el
selecto club de los países más ricos del planeta.
La cumbre de Cornualles de este año tenía un guion
preestablecido más allá de la curiosidad por el estreno del presidente Biden en
el G7 o por la despedida de la canciller Merkel. Coronavirus, Clima y Comercio.
Las tres C estaban marcadas en todos los prontuarios de los estadistas. No
puede olvidarse que la cita del año 2020 fue suspendida por la pandemia y que
la Covid19 ha sumido al mundo en la mayor crisis desde la recesión financiera
de 2008. En no pocos países del mundo no se recordaban caídas de la actividad
económica desde la parálisis de las guerras mundiales del siglo pasado. Una
epidemia ha tenido que demostrar las fragilidades de las democracias liberales
que supuestamente, citando a Fukuyama, resolvían todas las necesidades del
hombre para siempre. La realidad es que los sistemas sanitarios de estos países
no han podido parar la tragedia de millones de infectados. Pero en una suerte
de deja vu de la primera cumbre de 1973 cuando se consiguió salvar la
desaparición del patrón oro, los ministros de finanzas del G7 se pusieron de
acuerdo (virtualmente) el año pasado en rescatar la economía con un potente
escudo de gasto público.
Clima, es la segunda palabra de los dosieres preparados para
los mandatorios. Clima o ESG como ahora prefieren referenciar los inversores.
El nuevo grial que perseguir se resume en ese acrónimo: sostenibilidad en
materia medio ambiental, social y de gobierno corporativo. No se trata
solamente de parar la degradación del medio ambiente sino también evitar el
alejamiento de la sociedad con la economía de mercado, que ha dado sentido al
G7. Economías y empresas con alma social es la forma de reinventar el
capitalismo hacia uno que se base en el propósito. Otra palabra mágica para
frenar el descontento creciente en las clases populares ante tanta desigualdad.
Y el tercer vocablo con la letra c, es el comercio. Término
que no ha dejado de estar presente en todas y cada una de las 47 cumbres
celebradas. El fallido acuerdo de la
posguerra para reducir aranceles aduaneros, GATT, dio paso en la década de los
noventa a la OMC (organización mundial del comercio) pero los países del G7 han
sufrido los cambios de rumbo de potencias como Rusia o China en esta materia.
Por no mencionar a Estados Unidos, ora Trump ora Nixon, defendiendo en cumbres
del G7 el proteccionismo en función de su agenda doméstica. Ahora los vientos
soplan a favor y en la “Declaración de Carbis Bay” que cerró la cumbre se coló
un recado para la política comercial china.
Sin embargo, el fuerte viento que de vez en cuando azota la
costa sur de Inglaterra se llevó una palabra de los apuntes de los jefes de
estado. No eran tres las letras c, sino cuatro. Corrupción es la palabra que un
vendaval marino o la miopía de los grandes estados, hizo desaparecer de la
cumbre. Es verdad que en las conclusiones que tomaron por nombre la bahía de
Cornualles, se hablaba de la protección del planeta, la solidaridad ante la
pandemia, la reconstrucción y los valores…pero nada de luchar contra la
corrupción. Pero la realidad es tozuda y apenas unos días después el ministro
de sanidad del Reino Unido ha tenido que dimitir por saltarse la ley. Al mismo
tiempo la justicia francesa ha pedido seis meses de cárcel para el expresidente
Sarkozy; dos diputados alemanes son investigados por comerciar ilegalmente con
mascarillas y un ministro japonés admite que compró votos para que su esposa
fuese legisladora. Por no hablar del primer ejecutivo de la empresa americana
Pfizer que, a pesar de sofisticadas legislaciones de control, vende el 62% de
sus acciones por valor de 5,6 millones de dólares el mismo día que anuncia los
resultados de eficacia de la vacuna. Podríamos seguir levantando alfombras en
cada país del G7, pero quizás es mejor empezar desde ya a reclamar que el año
que viene en Alemania, donde se volverán a reunir los mandatarios, la
corrupción no se vuele de las conclusiones. Nos conviene a todos.
Iñaki Ortega es doctor en economía y profesor de la
Universidad Internacional de La Rioja
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