(este artículo se publicó originalmente en el periódico ABC el día 12 de julio de 2022)
Aquí los días pasan rápido. Más
desde que mis padres están conmigo. Tenía tantas ganas de que dejarán de sufrir
y por fin hace dos años que estamos juntos. Miguel, mi padre, era fuerte como
un toro, curtido en andamios y zanjas, pero en Ermua los meses siguientes a mi
muerte se le atragantaron, no podía soportar las risotadas de los batasunos.
Cuando encontró trabajo en Vitoria las cosas cambiaron y no volvió a sentir ese
odio irrefrenable. Mi madre, Chelo, nunca dejó de estar rota por dentro, pero
cuidar de mi padre y hacer más fácil la vida de mi hermana, la confortaron.
Desde aquellos días de julio, no volví a sentir a mis padres, a Marimar y
Roberto como habían sido siempre: alegres, vigorosos y optimistas. Solamente
cuando jugaban con mis sobrinas, recordaba cómo eran antes de que hace 25 años
cogiese un tren que, en lugar de llevarme a Éibar, me trajo donde estoy.
Ahora soy feliz, pero tengo muy
presentes esos días que pasaron desde el subidón de la liberación de
Ortega-Lara hasta que ya no pude luchar más en la Clínica de San Sebastián.
Recuerdo la ilusión de comprarme, por fin, un coche nuevo; la gozada de ver
jugar a Bakero con el Barca; lo contento que estaba con mi trabajo tras los años
de carrera en Sarriko que se me hicieron muy largos. La música, los amigos y los
planes de futuro con Marimar (cómo me alegra que haya rehecho su vida con Joan)
ocupaban mis horas esos días, pero, tengo que reconocer, un temor que no se me
quitaba de mi cabeza “Qué harán ahora estos locos de ETA para vengarse”. La imagen
de José Antonio saliendo del zulo, como si fuese un judío de un campo de
concentración, rondaba mis pensamientos. La inhumanidad de los etarras que en
la nave industrial no fueron capaces de colaborar con el juez Garzón, sabiendo
que con ello estaban matando a un ser humano, martilleaba mi cabeza esos días.
El colmo fue ver en el kiosko de la estación de Ermua la portada del periódico
Egin “Ortega vuelve a la cárcel”. Pero, yo ya había decidido dejar de ser
concejal y dedicarme a mi trabajo que para eso era el primero de mi familia con
carrera. En mi partido había una buena cantera que estaban dando la batalla,
con Iñaki, Borja, Gonzalo o Esther y tampoco se notaría mi falta. Guardo buen
recuerdo de los plenos del ayuntamiento y del alegrón de ver a Aznar en la
Moncloa, aunque el asesinato de Goyo, con lo valiente que era y lo que había
significado para Nuevas Generaciones, seguía suponiendo un gran vacío.
Y en esas estaba cuando comenzó
mi calvario. No me apetece mucho recordarlo. La oscuridad, el pánico, esos ojos
inyectados de odio, las dos deflagraciones, rodar por el terraplén, las
máquinas y cables del hospital y por fin, sentir la mano de mi madre…He
perdonado, pero no he olvidado. Me duele pensar en la impunidad de los que
colaboraron en mi secuestro o en los que celebraron mi asesinato, hoy, interlocutores
de las instituciones. Termino, que no quiero aburriros, no me olvidéis por
favor, porque si eso pasa me temo que otros chicos como yo, antes que tarde, volverán
a ser descerrajados por un terrorista
Iñaki Ortega es profesor de
universidad y en 1997 era presidente de NNGG del País Vasco.
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