(este artículo se publicó originalmente en el diario El Correo el día 24 de noviembre de 2019 )
El síndrome de Casandra es
aquella situación en la que alguien predice un hecho certero, pero nadie le
cree. Se habla de ese síndrome cuando no nos atrevemos a ser sinceros por las
consecuencias que puede tener. Casandra era una sacerdotisa del templo del dios
Apolo. Éste, para conseguir su amor, le ofrece el don de la profecía. En el
momento que recibe la capacidad de adivinar el futuro, Casandra rechaza a
Apolo, lo que lleva al dios a vengarse de su amada incluyendo en el don otra
característica: nadie creerá sus pronósticos. Casandra vaticinó la caída de
Troya, pero nadie le dio crédito; previó su propia desgracia, pero tampoco pudo
evitarla. A los autores de este artículo el mito de Casandra se nos viene a la
cabeza cada vez que explicamos el futuro de las pensiones en España.
El sistema de pensiones es uno de
los grandes éxitos de nuestro Estado del Bienestar porque ha conseguido que la
vejez no sea sinónimo de pobreza. Las sociedades avanzadas organizaron en los
últimos años del siglo XIX sistemas para garantizar que cuando las personas
dejaban de trabajar a causa de la edad dispusieran de, al menos, una renta
básica mensual. Entre otros aspectos se fijaron los 65 años como la edad para
dejar de trabajar. Pero hoy el problema en todos los países avanzados es de
fondo y se resume en cómo adaptarse a las tendencias demográficas para seguir
ofreciendo pensiones adecuadas.
A principios del siglo pasado
apenas 1 persona de cada 100 llegaba a los 65 años; hoy son 9 de cada 10. En España, en 2030 el 25 por ciento de la
población tendrá derecho a una pensión porque superará los 65 años, de manera
que la previsión es que en 2050 cada trabajador tendría que sostener a un
pensionista, exactamente un pensionista por cada 1,34 trabajadores. En la Alemania de Bismarck -el
primer país que puso en marcha el actual sistema de pensiones- se estimaba como
mucho una supervivencia de una década, hoy la esperanza de vida germana a los
65 años supera los 20 años. En España conforme a datos del INE, los años
efectivos de percepción de la pensión superan los 23. De hecho, según BBVA, en
España todas las aportaciones al sistema público de pensiones que ha hecho un
trabajador que se jubile ahora mismo se agotan tras 12 años de pensión, cuando
le quedarían, conforme a su esperanza de vida, otros 9 años de vida.
Como Casandra, los autores de
este artículo queremos atrevernos a decir la verdad, aunque esperamos tener más
predicamento que la joven helena. Las pensiones cada año serán más bajas y de
una tasa de reposición menor. Es decir, en un par de décadas el porcentaje del
último sueldo que cubre la pensión pasará del 80% actual a un 50% de este. Pero aún estamos a tiempo de
revertir este proceso si aplicamos dos soluciones. Por una parte, incrementar la
tasa de ahorro de los españoles y, por la otra, la necesidad de extender en
parte el período de vida laboral. Si asumimos que las pensiones
públicas irremediablemente serán más bajas, la gran mayoría de la población
tendrá un serio problema ya que sólo tiene esa fuente de renta en su retiro.
Pero existe una medida para garantizar el nivel de vida de las personas tras su
jubilación, y es diversificar las fuentes de renta de los futuros jubilados
cuando tienen capacidad de ir acumulando; es decir, mientras trabajan. En
resumen, habrá que ahorrar más. En este sentido, la mayoría de los países de
nuestro entorno han creado mecanismos de ahorro, más o menos obligatorios, para
que grandes capas de la población vayan constituyendo un patrimonio
complementario a la pensión pública. España es uno de los pocos que aún no lo
ha hecho. Este retraso no es inocuo, a lo largo de toda la vida labora cada mes
un español está ahorrando 100 euros menos que un sueco, alrededor de 80 menos
que un británico o un holandés, o 44 euros menos, cada mes a lo largo de toda
la vida, que un ciudadano que viva en Francia. No es una quimera conseguirlo.
En nuestro país, en Guipúzcoa, la exitosa experiencia de GEROA, con los planes
de pensiones de empleo, nos anima a defender estos pilares alternativos de
ahorro. De hecho, hoy dos de cada tres trabajadores de ese territorio se
benefician de una pensión complementaria a la pública que les iguala en
ingresos para la vejez con sus vecinos franceses.
Trabajar más es la segunda medida
que, como Casandra, nosotros nos atrevemos a reivindicar también en esta
reflexión. No hablamos solamente del desplazamiento progresivo de la edad de retiro
hasta los 67 años que la mayoría de los países europeos estamos implementando.
Nos referimos a la necesidad de parar el edadismo, o la discriminación que
sufren los mayores en el mercado laboral. Si conseguimos revertir ese proceso y
acercarnos a tasas de actividad de los trabajadores mayores de 55 años
equivalentes a economías como Nueva Zelanda o Suecia, no solo conseguiremos
mayores ingresos para afrontar el futuro, sino una economía más grande que
soporte mejor nuestro sistema del bienestar.
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