La esperanza de vida en España en 1959 era de 62 años; hoy de media una persona en nuestro país vive hasta los 82. En muy poco tiempo le hemos ganado a la vida 20 años. Esto ha sucedido tan deprisa que no hemos sido capaces de asimilarlo como sociedad. En 1919, solo alcanzaban los 65 años uno de cada cien españoles; hoy 95 de cada 100 cumplen esa edad. Pero no siempre fue así. De hecho, lo normal en la historia de la humanidad ha sido morir joven. Si estudiamos la demografía comprobaremos que durante miles de años la edad media se situó en el entorno de los cuarenta años, en el Paleolítico, en la Grecia clásica o en el Renacimiento y solo hasta la irrupción de los avances médicos e higiénicos en el siglo XIX se superaron los cincuenta años.
Eso no quiere decir que no hubiera personas que llegasen a los setenta u ochenta años. Por supuesto, pero eran una minoría. Hoy, en cambio, son mayoría. En España cerca del 20% de la población, en concreto más de ocho millones, tienen más de 65 años. Y además la ciencia nos confirma que les quedan por delante, como mínimo, más de 20 años.
El resumen de lo anterior es que sin darnos cuenta la vida humana ha cambiado mucho. Disponemos de 20 años extra de vida que no esperábamos y que las instituciones han sido incapaces de asimilar. Todo ha sido tan rápido que éstas no se han adaptado a los cambios. Douglass North Premio Nobel de economía definía las instituciones como las organizaciones -públicas y privadas- pero también incluía las reglas del juego (formales o informales) y los medios disponibles para su aplicación. La pandemia ha demostrado que nuestras instituciones, en ese sentido de North, no estaban preparadas ni habían comprendido la profundidad del cambio demográfico descrito hasta ahora.
Hoy el foco está puesto en las residencias y ha irrumpido, por desgracia, en la lucha partidista, pero no podemos olvidar que nueve de cada diez fallecidos por la covid19 eran adultos mayores, que muchos fallecieron solos en sus casas o que nuestro sistema sanitario, del que estamos tan orgullosos, aplicó el triaje en perjuicio de muchos septuagenarios. Son ejemplos que demuestran la debilidad de las instituciones que han de servir a la longevidad. Alojamientos para mayores, pero también en términos más amplios los sistemas de cuidados y por supuesto el sistema sanitario.
Las residencias son solamente la punta del iceberg de los cambios que no hemos sido capaces de afrontar. No puede olvidarse que en nuestro país apenas tienen una cobertura del 4%. Pero con el 100 % de los casi 9 millones de personas mayores tenemos una deuda pendiente: adecuar nuestra sociedad a la longevidad. Profesionales y empresas cualificadas para ofrecer cuidados que no estén en la informalidad y que soporten con solidez circunstancias adversas. Nuevas opciones para elegir cómo y con quién vivir a partir de los 60 años, es decir fórmulas que hagan posible vivir en comunidad o en casa con apoyo o alternando lo asistencial y el hogar. Tecnologías que democraticen los cuidados y garanticen mayor calidad de vida. Recursos públicos suficientes para la atención a la dependencia, a la que inexorablemente la edad nos conducirá a todos.
La envergadura de los retos incapacita su ejecución desde el unilateralismo. Solamente desde la colaboración público-privada se conseguirá una oferta de calidad para atender con garantías la longevidad. Pero además, como país tenemos una oportunidad para convertir lo que la pandemia ha demostrado que es una debilidad, en una gran industria nacional. La economía plateada o silver economy resume las nuevas actividades empresariales para servir a una cohorte de edad cada vez más numerosa que está claramente desatendida. España es uno de los países más visitados del mundo, pero también el más longevo después de Japón, uno de los mejores para retirarse y de los más saludables del planeta. ¿Por qué no dar los pasos para ser el mejor país para envejecer en el mundo?
Iñaki Ortega es profesor de Deusto Business School
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