(este artículo se publicó originalmente en el diario 20 Minutos, el día 23 de marzo de 2020)
Imagina una ciudad donde a nadie
se le pregunta de dónde es y todo el mundo es bienvenido. Una ciudad en la cual
personas de toda condición encuentran trabajo, pero también amor y por tanto un
sentido para arraigarse. Una ciudad con ideologías muy diferentes que se
alternan en el gobierno municipal. Lo público convive con lo privado en armonía
y con eficacia. Millones de turistas la visitan, aunque no tenga mar. Estudiantes
de todo el mundo la eligen para formarse porque también es la mejor ciudad para
divertirse. Puedes escuchar a la gente hablar con normalidad en español, pero también
en inglés, alemán, catalán o gallego. En sus calles lo mismo hay funcionarios que
jóvenes, financieros que jubilados, tiendas que bares, autobuses que patinetes,
árboles que asfalto, vascos que andaluces, carril bici que metro, policía que
okupas, campo que museos, millonarios que mendigos, cruces que medialunas… todo
es posible en esa ciudad. Tal es la capacidad que tiene esa ciudad de atraer
que sus habitantes, aunque no hayan nacido allí, apenas llevan unos meses residiendo
se consideran nativos. Con estos mimbres, esta ciudad consigue convertirse en
foco de atracción, personas de todo el país, pero también del resto del mundo
vienen para quedarse. No solo sus vecinos se benefician de su prosperidad, sino
que los pueblos y ciudades cercanas en una suerte de simbiosis celebran su
existencia. Sus habitantes se desplazan orgullosos fuera de su ciudad en vacaciones
y allá dónde van llevan riqueza. Esta ciudad que imaginamos es realidad. Esa ciudad
es Madrid.
Zona cero es una expresión que llegó
a nuestras vidas tras el atentado del 11 de septiembre en Nueva York. Es un
calco del inglés que comenzó a usarse en la segunda guerra mundial para referirse al
lugar en el que explotaron las primeras bombas atómicas. En el año 2001, a raíz
del ataque terrorista a las torres gemelas, pasó a ser sinónimo de la zona de
mayor devastación tras una tragedia.
Esa ciudad que imaginamos, estos días está
sufriendo como ninguna otra la pandemia. Es nuestra zona cero. Un virus que mata y que
te encierra en casa, pero también que hace despertar odios irracionales. De
repente los madrileños son los culpables de la pandemia; la sombra de sospecha
se instala sobre cualquiera que sea de esa ciudad; los mismos alcaldes que competían
por sus visitas firman bandos en su contra; su sanidad, admirada por todos hace
nada, se convierte en una apestada a la que es mejor no acercarse; su dinamismo
libérrimo pasa a ser una de las causas de la epidemia; sus habitantes llevan el
sambenito del coronavirus como si residir en otra parte del mundo te librara de
algo; sus vecinos son señalados si son vistos fuera de la ciudad, aunque los atascos
los viernes, en pleno estado de alerta, sean en otras urbes. Sus muertos se acumulan
mientras muchos de reojo al ver las estadísticas de su ciudad respiran
tranquilos porque se creen a salvo. Madrid, zona cero. Madrid, mi ciudad.
Iñaki Ortega, director de
Deusto Business School y profesor de la UNIR
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