(este artículo se publicó originalmente en el periódico 20 Minutos el día 19 de septiembre de 2022)
No me gustan los ascensores. Hace un tiempo, con un grupo de alumnos, nos quedamos encerrados en el viejo montacargas del edificio Telefónica de la Gran Vía de Madrid. Unos años antes, siendo mi hijo muy pequeño, por un descuido mío, el ascensor se cerró y le llevó por varios pisos mientras yo bajaba las escaleras como un poseso. Desde entonces frecuento las escaleras. Las hay impolutas y sucias; iluminadas y oscuras; modernas y desvencijadas; solitarias y frecuentadas por fumadores o cafeteros. Eso sí, en todas ellas se sube y se baja sin incidencias, aunque suponga algún resoplido en función de la altura del piso de tu destino.
Hoy quiero hablarte de otro ascensor. La expresión ascensor social ha triunfado, pero tampoco me gusta y trataré de explicarme. Se refiere de una manera muy gráfica a las políticas que permiten ascender en la escala socioeconómica. Esas actuaciones de movilidad social que funcionan como un ascensor son, entre otras, la educación, la actividad emprendedora, la cultura financiera, los subsidios o las becas. De modo y manera que según la OCDE en países como Dinamarca en apenas dos generaciones se consigue pasar de estar en la parte baja de la pirámide económica, a escalar a la parte alta; en cambio en otros como Colombia, haría falta la friolera de once generaciones.
No me gusta lo de ascensor social porque evoca a que el esfuerzo lo hacen otros por ti. Si gracias a un buen sistema de redistribución de la riqueza, te subes en el elevador, ya tienes la vida resuelta. Te esmeras hasta que subes en el ascensor y luego que la fuerza la haga la máquina porque tú has cumplido tu objetivo: estás dentro. La realidad no es esa. El propio informe de la OCDE recuerda que en función de la coyuntura económica ese ascensor se puede parar, reducir la velocidad -el caso actual de España- o incluso desplomarse como sufre desde hace décadas en Venezuela.
Yo prefiero las escaleras. Las escaleras te hacen subir -en la pirámide social- más despacio y con mucho más esfuerzo. Igual llegas más tarde que los del ascensor, pero acabas alcanzando tu meta. Si el ascensor social se para, te quedas encerrado y no puedes hacer nada más que esperar que cambie la coyuntura mientras echas a perder unos años maravillosos. En cambio, en la escalera eres tú y tus piernas (capacidades) las que te hacen avanzar hasta el siguiente piso. Y, he aquí lo mejor, cuantas más escaleras subes, no estás más cansado sino más entrenado, y cada vez cuesta menos subir. En la escalera social, perderás el empleo en ocasiones o no te promocionarán, pero siempre estarás entrenado para seguir adelante, en ocasiones más deprisa, en otras con menos energía. Claro, que hay días que mirarás con envidia a los del ascensor: sin una gota de sudor, algunos colegas ascienden en modernas cristaleras refrigeradas. En ese momento de debilidad recuerda que en la escalera eres dueño de tu destino. En el ascensor, otros, y no tú, deciden poner el letrero de “fuera de servicio”.
Iñaki Ortega es doctor en economía en La Universidad de Internet (UNIR) y LLYC
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