(este artículo se publicó originalmente en el diario 20 Minutos el día 9 de febrero de 2024)
Aquí no fue hasta mediados de los ochenta cuando se crea la academia española del cine y con ello la entrega de los premios Goya. Años antes los franceses instauraron sus premios Cesar y los italianos los David; todos a imagen y semejanza de Hollywood buscaban no solo el reconocimiento a los mejores sino también la promoción del cine patrio con una gala siempre televisada repleta de estrellas y actuaciones.
Me gusta ver los Goya, aunque reconozco que desde hace años a regañadientes por la intromisión de la política. Los cineastas acaban creyendo que su ideología es la de sus espectadores y se empeñan en convertir la gala en una sucesión de consignas.
Desde el No a la Guerra contra Aznar, pasando por las críticas a Rajoy por las políticas de vivienda o los lugares comunes de actores y actrices denunciando el cambio climático o la condena al franquismo, como si no fuese algo compartido por una inmensa mayoría. Pero al mismo tiempo en estos años jamás una mención al auge del populismo de izquierdas o del independentismo y apenas algún comentario sobre el terrorismo etarra. Por supuesto los asuntos sociales ocupan más espacio en las intervenciones en el caso de que gobierne la derecha, ya que si es un partido progresista el que manda, los asuntos como las guerras en la que participa España, la pobreza o la corrupción desaparecen de la agenda. Un experimento sencillo es comprobar si el bar donde toma usted el café se habla de las mismas cosas que escuchamos a los actores.
Aun así, soy uno de los siete millones de españoles que me atornillo al sofá de casa para ver la entrega de los premios. Siempre descubro una película que se me escapó de la cartelera y eso me permite reconciliarme con el buen cine español, a pesar de los pesados que se empeñan en agradecer el premio a todos los amigos de su cuadrilla amén de padres, cuñados y sobrinos. Pues bien, esa era mi actitud la noche de este sábado, tirando a arrepentido, después de casi cuatro horas de ceremonia, cuando la Academia sorprendió, a eso de la 1.30 de la madrugada, concediendo el premio a la mejor película "ex aequo" a dos títulos, El 47 y La infiltrada.
Y María Luisa Gutiérrez, la productora de la película de una policía que se hace pasar por etarra para detener a los terroristas, tomó la palabra. Y lo que nunca se escucha en los Goya pudo oírse: "la democracia se basa en la libertad de expresión, y esta se sustenta en que, aunque yo esté en las antípodas de lo que piensas tú, te respete y tengas el derecho a decir lo que piensas". Ninguna idea es mejor que otra y ningún asunto debe ser vetado: "es una historia (la de las víctimas de ETA) que hay que recordar, porque la memoria histórica también está para la historia reciente de este país".
Me acosté pensando que esta academia sí era la misma que las del Renacimiento que nacieron para expresar lo que no se podría decir en otros foros. Que dure.
Iñaki Ortega es doctor en economía en UNIR y LLYC
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