sábado, 30 de noviembre de 2024

Esta sí es la revolución que necesitamos

(este artículo se publicó originalmente en el periódico La Información el día 28 de noviembre de 2024)

Más presión fiscal para terminar el año que hará posible más anuncios pagados por el gobierno sobre "la magia que provocan los impuestos" en la vida de los españoles. Algún ministro hasta se ha atrevido a catalogar como auténtica revolución impositiva la continuada subida de tributos que vivimos desde hace seis años.

Pocos dudas que la educación universal fue clave para el «milagro» económico español que actuó como «ascensor social» a partir de los años 60 del siglo pasado. Gasto público inteligente que permitió a millones de españoles formarse al máximo nivel y ascender socialmente, no sin esfuerzo pero con una economía que ayudaba a las empresas y por tanto a la generación de oportunidades. Sin embargo, comienza a atisbarse que el asensor ya no funciona. Quizás porque ese acceso a la educación ya no es tan determinante. Son varios los factores que lo explican, la percepción social de la caída de la calidad de la educación del sistema educativo público español ante las muy bajas posiciones en los rankings; también la sensación de que con o sin educación las generaciones más jóvenes y las más seniors están condenadas a la precariedad o al subsidio.

Para el filósofo José Antonio Marina vivimos en una «sociedad del aprendizaje» regida por una ley impecable: «Para sobrevivir, las personas, las empresas y las instituciones deben aprender al menos a la misma velocidad con la que cambia el entorno; además, si quieren progresar, habrán de hacerlo a más velocidad». Esa es la auténtica revolución que hemos de afrontar, una suerte de tercera revolución de la educación. La primera, a principios del siglo pasado, tuvo que ver con la llegada de la enseñanza obligatoria que propició una educación masiva que brindó una capacitación para la vida a millones de personas en todo el mundo. Por ejemplo, en 1910, sólo el 9 por ciento de los jóvenes estadounidenses obtuvieron un diploma de escuela secundaria, en 1935 eran ya el 40 por ciento. La segunda revolución surgió en el último tercio del siglo XX en Estados Unidos, pero también en otros países como España (en este caso a raíz de la llegada de la democracia y la «universidad para todos»). En el año 1965 se matricularon en primer curso 75.000 personas en España, que han pasado a ser 1,7 millones en la actualidad. En 1970, en Estados Unidos había sólo 8 millones de universitarios matriculados y hoy día superan los 18 millones. Ahora, debido al fenómeno de la longevidad, pero también a las exigencias de la evolución tecnológica y su impacto en el mundo del trabajo, estamos en la tercera gran revolución de la educación. El nivel de preparación que funcionó en las dos primeras oleadas no parece suficiente en la economía del siglo XXI. En cambio, esta tercera ola estará marcada por la formación a lo largo de la vida para poder mantenerse al día en una profesión y adquirir habilidades para los nuevos trabajos que llegarán.

Gartner pronostica, por ejemplo, que la inteligencia artificial destruirá en los próximo millones de empleos a nivel global, pero generará otros tantos nuevos puestos de trabajo. Es probable que los trabajadores consuman este aprendizaje de por vida cuando lo necesiten y a corto plazo, en lugar de durante largos períodos como lo hacen ahora, que cuesta años completar títulos. También, con esta tercera ola, vendrá un cambio en cómo los trabajadores perciben la formación, que hoy todavía es como una maldición por la que hay que pasar por exigencias de la empresa o, peor aún, algo a lo que se recurre tras un despido.

Estamos entrando en una etapa en la que el reentrenamiento será parte de la vida cotidiana puesto que con vidas laborales tan largas y variadas, reinventarse y volver a capacitarse será muy normal. Por ello nos tenemos que ir quitando de la cabeza la idea de que la formación y el mundo del trabajo son etapas de la vida o espejos de nuestra identidad. Me explico, hasta ahora, uno no sólo estudiaba, sino que era un estudiante. Concluir la formación superior significaba acceder a la identidad adulta, marcada por la independencia económica. En los próximos lustros, será habitual volver con cuarenta, cincuenta o sesenta años a la universidad para estudiar un grado, programa o curso completamente diferente de la primera carrera. En general, el mundo laboral y el formativo estarán mucho más conectados: cruzar del uno al otro o al reves será bastante habitual.

El mundo hacia el que vamos obliga a descartar la idea de que la educación sea un pasaporte que se adquiere una vez y en la juventud para entrar en el mercado laboral y se abandonarse a continuación. Son muchos los retos por delante, pero hay algo que no cambiará. Además de constituir la llave para el mercado laboral, la educación seguirá siendo la herramienta más eficaz para formar ciudadanos, disminuir la desigualdad y garantizar la movilidad y la cohesión social. Los gobiernos, empresas y familias han de ejercer su responsabilidad de preparar a los ciudadanos para el mundo en el que van a vivir, y no para el que está en trance de desaparecer, de otro modo el sistema educativo quedará obsoleto, con enormes consecuencias sociales y políticas.

Y en este momento, me temo, que la agenda pública está más centrada en trabajar menos -con la reducción de la jornada semanal- que en estudiar más y mejor. Una pena porque la tercera revolución de la educación, frente a las del pasado, ya no entiende de geografías sino de personas. No nos podemos permitir como españoles perder este tren. Aún estamos a tiempo, por lo menos cada uno de nosotros, en volver a las aulas.

Iñaki Ortega es doctor en economía en UNIR y LLYC

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